Por Thomas Hardy

Hace muchos años, cuando los robles que hoy son ancianos no eran más altos que un bastón, vivía en Wessex un muchacho llamado Hubert, hijo de un pequeño hacendado. Tenía alrededor de catorce años y era conocido por su inocencia, su buen corazón y su valentía, de la que ciertamente presumía un poco.

Una fría víspera de Navidad, su padre, que no contaba con más ayuda que la de Hubert, lo mandó con un recado importante a una pequeña ciudad situada a algunos kilómetros de su casa. El chico hizo el trayecto a caballo, y sus asuntos lo entretuvieron hasta última hora de la tarde. Cumplida la misión volvió a la posada, ensilló su caballo y emprendió el regreso. El camino pasaba por el valle de Blackmore, una zona fértil, aunque algo apartada, de pistas embarradas y sendas tortuosas, muy boscosa además en esos tiempos.

Debían de ser cerca de las nueve cuando, mientras cabalgaba bajo los árboles a lomos de Jerry —un potro de patas robustas— cantando un villancico, como correspondía a esa época del año, Hubert creyó oír un ruido entre las ramas. Esto le recordó que el bosque que estaba atravesando tenía un nombre maléfico. Más de un hombre había sido asaltado al pasar por él. Miró a Jerry y lamentó que el potro fuera de color gris claro, pues por esta razón la silueta del dócil animal resultaba visible incluso en las zonas de sombra más densas.

—¿Qué más da? —dijo en voz alta, tras unos instantes de reflexión—. Jerry tiene unas patas muy ágiles, y ningún bandolero podrá alcanzarme.
—Ja, ja, ¡que te crees tú eso! —contestó una voz grave. Y en un abrir y cerrar de ojos un hombre salió de la espesura a su derecha, otro a su izquierda y un tercero de detrás de un árbol, unos metros por delante. Los bandidos se apoderaron de las riendas, derribaron al chico del caballo, y aunque Hubert forcejeó con todas sus fuerzas, como haría un muchacho de natural valiente, no pudo con ellos. Le ataron los brazos a la espalda y las piernas juntas, y lo tiraron a la cuneta. Cuando se alejaron con el caballo, Hubert alcanzó a ver en la penumbra que los ladrones llevaban la cara pintada de negro.

En cuanto se hubo recuperado del susto consiguió desatarse las piernas, no sin gran esfuerzo, pero por más que puso todo su empeño seguía teniendo los brazos atados a la espalda. Así las cosas, lo único que podía hacer era levantarse, seguir andando y confiar en que se presentara la ocasión de liberar los brazos. Sabía que era imposible llegar a casa esa noche en tales circunstancias, pero no se detuvo. En el estado de confusión mental que sucedió al ataque, Hubert se desorientó, y de buena gana se habría acostado un rato en el lecho de hojas del bosque para descansar hasta el amanecer, pero era muy consciente del peligro que entrañaba dormir al raso bajo una helada tan severa. Siguió adelante con los brazos retorcidos y entumecidos por la tensión de la cuerda y desolado por la pérdida del pobre Jerry, que jamás había dado una coz o un mordisco, ni muestras de ninguna mala costumbre. Se alegró no poco al vislumbrar entre los árboles una luz lejana. A ella se encaminó y poco después se encontró delante de una mansión con alas laterales, gabletes, torres, almenas y chimeneas recortadas contra las estrellas.

Reinaba el silencio, pero la puerta estaba abierta de par en par, y por ella salía la luz que lo había atraído. Entró en una sala muy grande, intensamente iluminada y amueblada como un comedor. Las paredes estaban cubiertas por paneles de madera, molduras talladas y puertas de armarios, además de los accesorios propios de una mansión. Pero lo que llamó la atención de Hubert por encima de todo fue la enorme mesa que ocupaba el centro de la estancia, magníficamente servida y con la cena intacta. Las sillas estaban descolocadas, como si algo hubiera interrumpido a los comensales en el instante de sentarse.

Aunque hubiese querido, Hubert no habría podido comer con las manos atadas, metiendo la boca en los platos como un gorrino o una vaca. Quería pedir ayuda, y estaba a punto de adentrarse en la casa con esta intención cuando oyó pasos apresurados en la entrada y la palabra «¡Deprisa!», pronunciada por la misma voz grave que resonó en el bosque cuando lo derribaron del caballo. Apenas tuvo tiempo para esconderse debajo de la mesa antes de que los tres bandidos entrasen en el comedor. Por debajo del mantel les vio las caras, pintadas de negro, lo que puso fin a las dudas de si eran o no eran los mismos ladrones.

—Muy bien —dijo el primero, el de la voz grave—. Tenemos que escondernos. Volverán todos en cualquier momento. Qué buena trampa les hemos tendido para hacerles salir de la casa, ¿eh?
—Sí. Has imitado de maravilla los gritos de un hombre en apuros —dijo el segundo.
—Ya lo creo que sí —corroboró el tercero.—Pero no tardarán en darse cuenta de que era una falsa alarma. ¿Dónde nos escondemos? Tiene que haber algún sitio donde podamos quedarnos un par de horas, hasta que se acuesten y se queden dormidos. ¡Ya lo tengo! ¡Venid por aquí! Sé que el armario del fondo solo se abre una vez al año. Nos vendrá muy bien para nuestros fines.
El que así hablaba se dirigió a un pasillo al otro lado del recibidor. Asomándose por debajo de la mesa, sin levantarse del suelo, Hubert vio el armario al fondo del pasillo, frente a la puerta del comedor. Los ladrones se escondieron y cerraron la puerta. Sin respirar apenas, el muchacho se deslizó como pudo con la intención de averiguar qué se proponían, si es que era posible, y les oyó susurrar dónde estaban las distintas habitaciones en las que se guardaban las joyas, la plata y otros objetos de valor que planeaban robar.

Poco después sonaba en la terraza el alegre parloteo de un grupo de damas y caballeros. Hubert pensó que, si lo sorprendían merodeando por la casa, lo tomarían por un ladrón, así que volvió sigiloso a la entrada, salió de la casa y se ocultó en un rincón oscuro del pórtico, desde donde podía observarlo todo sin ser visto. Segundos más tarde la comitiva entraba en la casa. La formaban un caballero y una dama de edad avanzada, ocho o nueve señoritas y otros tantos caballeros jóvenes, además de algunos niños y media docena de criados de ambos sexos. Saltaba a la vista que todos habían salido por alguna razón.

—Y ahora, niños y jóvenes, por fin podremos cenar —dijo el caballero—. No entiendo qué ha sido ese alboroto. Nunca he estado tan seguro de que se estaba cometiendo un crimen a las puertas de mi casa.
Las damas comentaron lo mucho que se habían asustado y cómo la aventura que esperaban presenciar había quedado finalmente en nada.
«No tendrán que esperar demasiado las señoritas para vivir una aventura en toda regla», se dijo Hubert.
Todo indicaba que los jóvenes eran las hijas y los hijos casados de la pareja mayor, y que habían vuelto a casa para pasar la Navidad con sus padres.
La puerta se cerró, y Hubert se quedó en el pórtico. Juzgó entonces que el momento era oportuno para pedir ayuda pero, como no podía llamar con las manos, tuvo la audacia de patear la puerta.
—¡Madre mía! ¿A qué viene ese escándalo? —dijo el mayordomo que salió a abrir. Y, agarrando a Hubert del hombro, lo arrastró hasta el comedor—. He encontrado a este chico haciendo ruido en la puerta, sir Simon.
Todas las cabezas se volvieron.
—Hazle pasar —dijo sir Simon—. ¿Qué hacías, hijo?
—¡Tiene los brazos atados! —señaló una de las señoritas.
—¡Pobrecillo! —dijo otra.
Hubert empezó a explicar que lo habían asaltado de vuelta a casa, le habían robado el caballo y lo habían abandonado sin compasión.
—¡Parece mentira! —exclamó sir Simon.
—Es una historia verosímil —dijo uno de los jóvenes caballeros con gesto incrédulo.
—¿Te parece dudosa? —preguntó sir Simon.
—Podría ser un ladrón —insinuó una señorita.
—Tiene un aspecto tosco y siniestro, ahora que lo veo de cerca —terció la madre.
Hubert se puso colorado y, en vez de terminar su relato y contar que los ladrones estaban escondidos en la casa, se mordió la lengua y casi tomó la decisión de dejar que los dueños de la casa descubrieran el peligro por sus propios medios.
—Bueno, desatadlo —dijo sir Simon—. Lo trataremos bien, ya que estamos en Navidad. Ven, muchacho. Siéntate en esa silla vacía y disfruta de la comida. Cuando te hartes de comer nos contarás más detalles.

Por fin pudo empezar la cena, y Hubert, con los brazos libres, no lamentó acompañar a la familia. Cuanto más comían y bebían, más contentos estaban todos. El vino corría sin restricciones, los troncos ardían en la chimenea y las señoritas reían las anécdotas de los caballeros. En resumidas cuentas, la reunión transcurrió ruidosa y feliz, como eran las navidades en aquellos tiempos.
Aunque habían herido sus sentimientos al dudar de su honradez, Hubert no pudo dejar de contagiarse física y anímicamente de la alegría y el buen humor de sus anfitriones, y terminó riendo las chanzas y las réplicas con tantas ganas como el anciano barón, sir Simon. Cuando estaba a punto de concluir la cena, uno de los hijos, que había bebido más de la cuenta, como hacían los hombres en ese siglo, se dirigió a Hubert:

—Bueno, chico, dinos quién eres. ¿Te apetece un pellizco de rapé? —Le pasó una de las cajitas que empezaban a ser comunes entre jóvenes y viejos por todo el país.
—Gracias —dijo Hubert, aceptando la invitación.
—Cuéntales a las señoras quién eres, de qué pasta estás hecho y qué sabes hacer —continuó el joven, dando una palmadita en el hombro de Hubert.
—Sí, señor —respondió nuestro héroe, poniéndose en pie y pensando que debía encarar la situación con audacia—. Soy un mago ambulante.
—¡Seguro que sí!
—¡A ver con qué nos sale ahora!
—¿Y puedes convocar a los espíritus de los abismos, joven hechicero?
—Soy capaz de provocar una tempestad en un armario —replicó Hubert.
—¡Ja, ja! —rió el barón, frotándose las manos con deleite—. Eso hay que verlo. No os vayáis, hijas, que aquí va a pasar algo grande.
—¿No será peligroso? —preguntó la baronesa.
Hubert se apartó de la mesa.
—Permítame su caja de rapé, por favor —le dijo al caballero que le había ofrecido un pellizco—. Y ahora —continuó—, síganme todos sin hacer el menor ruido. Si alguno de ustedes habla, renunciaré al conjuro.
Prometieron obediencia. Hubert salió al pasillo, se quitó los zapatos y se acercó al armario de puntillas, seguido a cierta distancia por el sigiloso grupo. A continuación puso un taburete delante del armario y se subió a él para alcanzar la parte superior. Después, con el mismo sigilo, derramó el contenido de la caja de rapé por el resquicio superior de la puerta, tomó aire y de un soplido lo introdujo en el armario. Levantó un dedo para indicar al grupo que guardara silencio.
—¡Ay! ¿Qué ha sido eso? —dijo la baronesa al cabo de unos momentos.
Un estornudo contenido salió del armario.
Hubert volvió a levantar el dedo.
—¡Qué cosa tan extraordinaria! —susurró sir Simon—. Esto es muy interesante.
El muchacho cerró entonces el pestillo con cuidado.
—Más rapé —pidió tranquilamente.
—Más rapé —dijo sir Simon. Dos o tres caballeros ofrecieron sus cajas para repetir el procedimiento. Se oyó otro estornudo, no tan bien contenido como el primero, y otro más, como si nada pudiera contenerlo. Y así se desató una violenta tormenta de estornudos.
—¡Excelente, excelente para un muchacho tan joven! —observó sir Simon—. Me interesa mucho ese truco de la voz… creo que se llama ventriloquia.
—Más rapé —ordenó Hubert.
—Más rapé —repitió el barón. Y el mayordomo trajo un frasco lleno del mejor rapé aromático de Escocia.
Hubert volvió a cargar la ranura de la puerta y a soplar una vez más, y repitió la operación hasta que vació el frasco por completo. El tumulto de estornudos resultó en verdad prodigioso. No había tregua. Era como un enfurecido huracán de viento, lluvia y oleaje.
—Creo que ahí dentro hay gente. ¡Esto no es un truco! —exclamó sir Simon, revelándosele la verdad.
—Así es —dijo Hubert—. Han venido a robar, y son los mismos que me robaron el caballo.
Los estornudos se convirtieron en gemidos espasmódicos. Uno de los ladrones oyó la voz del chico.
—¡Piedad, piedad! ¡Déjennos salir!
—¿Dónde está mi caballo? —preguntó Hubert.—Atado a un árbol, en la hondonada que está detrás de Short’s Gibbet. ¡Piedad! ¡Piedad! ¡Déjennos salir o moriremos ahogados!

La familia comprendió por fin que aquello no era una broma sino un asunto muy serio. Se armaron con pistolas y garrotes, avisaron a todos los criados y tomaron posiciones delante del ropero. A una señal, Hubert abrió el pestillo y se puso a la defensiva. Los ladrones, lejos de emprender ningún ataque, se agazaparon jadeando en un rincón. No ofrecieron resistencia y, una vez inmovilizados, fueron confinados en unas dependencias anexas de la mansión hasta la mañana siguiente.

Hubert relató entonces el resto de la aventura y recibió un efusivo agradecimiento por los servicios prestados. Sir Simon insistió en que se quedara a pasar la noche y aceptara el mejor dormitorio de la casa, donde sucesivamente se habían alojado la reina Isabel y el rey Carlos en sus visitas a esta región del país. Pero Hubert declinó la invitación, pues estaba ansioso por encontrar a Jerry y asegurarse de que los ladrones habían dicho la verdad.

Un par de caballeros lo acompañaron hasta el cruce de caminos donde según los bandidos se encontraba el caballo. Desde lo alto de la loma vieron que Jerry efectivamente estaba allí, sano y salvo y tan campante. Al ver a su amo, Jerry relinchó de alegría, y la felicidad de Hubert no tuvo parangón. El muchacho montó en su caballo, dio las buenas noches a sus amigos, se alejó al trote por el camino que le señalaron como el más corto y llegó a casa sin contratiempos alrededor de las cuatro de la madrugada.

4 comentarios para “Los ladrones que no podían dejar de estornudar

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