Por Francisco Ángeles

 

Tomé uno de los anuncios amontonados a la salida del Publix y lo guardé en el bolsillo de mi pantalón: así funcionaba el mercado, incluido el respetable mercado de la arrechura, a fines de los 90. Quince minutos después estaba de vuelta en mi departamento, que en realidad era un miserable estudio, nada más que un colchón, un pequeño equipo de sonido, una mesa comprada en remate de garaje y una cafetera, detalle que me hacía sentir más arty, como a otros el incienso o la heroína. Pero la modestia no estaba tan mal tomando en cuenta que tenía veinte años, había dejado atrás mi vida en Lima (una mierda de vida, ningún sacrificio abandonarla) y llegado a Estados Unidos —o más precisamente a Nashville, Tennessee— con la intención de convertirme en cineasta.

Me senté en el cochón, desplegué el papel que guardaba en el bolsillo, revisé los nombres y descripciones de las chicas, descolgué el auricular y le timbré a una que llevaba el ridículo apelativo de Lolita. Pensé que al menos debía ser joven, necesario que fuera joven porque yo no tenía demasiada experiencia, en realidad poca, solo tres parejas sexuales, cinco si contamos las metidas de dedo, seis si incluimos las chupadas de teta, y como todos los inexpertos codiciaba una chica que tampoco exhibiera demasiado recorrido. Cuando llegó a mi departamento, Lolita me pareció too average, una rubia del montón, al ojo le eché 1.65 de estatura, 57 kilos, cara insulsa sin llegar a fea, pinta de haber dedicado su vida a trajines poco edificantes mientras yo me la había pasado recorriendo galerías, leyendo libros de filosofía y sobre todo mirando películas, mañana, tarde, noche, una tras otra, como un enfermito. Lo peor, sin embargo, era que Lolita sin ninguna duda debía ser mayor que yo. Quizá 23, pensé con expectativa, pero le pregunté y ella dijo 25, lo que significaba que mínimo tendría 27, y esos siete —o nueve— de diferencia me parecieron casi una perversión. Por eso me animé con un chorro de vino, en vaso de plástico, que le ofrecí a Lolita y para mi sorpresa ella aceptó. Era martes, temprano por la tarde, alrededor de las tres, era posible que ella recién se hubiera levantado de la cama, me imagino que por las noches su trabajo la obligaba a ajetreos más esforzados, y ella, rubia tonta, rubia insulsa, masticando un chicle que la hacía ver un poco más bruta y más ridícula, pensé que el pasatiempo iba a costarme veinte horas de trabajo —cuando empezara a trabajar, aun sobrevivía con los ahorros que llevé desde Lima. Pero Lolita se sacó el sostén y tenía unas tetas realmente lindas.

—Págame por adelantado, por favor —me dijo con llamativo profesionalismo.

—Sí —respondí, animado por la vistosidad de los pezones.

Saqué mi billetera y le extendí un billete de cien y uno de veinte.

—¿No hay propina? —preguntó, masticando su chicle.

No sabía que a las putas también había que darles propina. En este país a todo el mundo hay que darle propina. Como mis ahorros se agotaban le dije:

—Eso lo vemos después.

—OK, sweetie —concedió ella.

—Es que te llamé porque me sentía solo —comenté, animado por el sweetie.

Oh, no. Otro depresivo. Prefiero los sádicos. Los masoquistas. Los pervertidos. Los depresivos me dan más miedo.

—Mi situación es distinta —aclaré—. Recién he llegado. No conozco a nadie. Soy de Perú. Hablo español.

Lo dije con ignorante orgullo, no sé si por espíritu confesional o porque suponía que ser sudamericano era exótico y, por tanto, atractivo. Quizá había sido así en los 60, el uniforme guerrillero de Fidel, la guitarra de Santana, pero en 1999 ser latino ya se había transformado en estigma. Así que me acerqué al tocadiscos, repasé mi adorada colección de CDs de Héroes del Silencio, una de mis escasas marcas de identidad, puse El Espíritu del Vino y subí el volumen. Por un instante de febril optimismo imaginé que serviría para atenuar los gritos descontrolados que se avecinaban.

—Rock en español —le dije a Lolita.

Ella sonrió.

—Rock —dijo.

Bebió un sorbo de vino y luego preguntó:

—¿Hace cuánto viniste a Nashville?

—Un mes —respondí.

—¿Por qué Nashville?

—Porque quiero ser cineasta. Un fucking filmmaker.

Lolita se rio.

—¿Viniste a Nashville para eso? Are you serious? Aquí nadie se hace cineasta. Tienes que ir a L.A.

—Nashville me pareció un buen lugar para empezar —dije, entusiasmado—. Me suena bien decir: vine a Estados Unidos y arranqué en Nashville. Por la película de Robert Altman. Que se llama Nashville. La he visto quinientas veces. ¿La conoces?

—De nombre. Creo. No la he visto.

—Bueno, cuando mi ópera prima triunfe en Sundance, en mi discurso, que ya tengo más o menos escrito, voy a decir: siempre pensé que uno debe empezar la carrera con un homenaje a quien te ha convencido de ser cineasta. Y para mí ese maestro siempre fue Robert Altman, para quien pido un fuerte aplauso. Y después de los aplausos voy a decir, como una confesión: por una de sus películas arranqué en Nashville. Y miren hasta dónde he llegado.

—OK —dijo Lolita, poniendo en el suelo el vasito de plástico. No parecía demasiado interesada en mis ambiciones artísticas—. ¿Empezamos?

—Sí —dije. Y como me sentí repentinamente nervioso, agregué:— Pero primero déjame cambiar de canción.

Fui al equipo y cambié de álbum. Coloqué el Senderos de traición y la dejé en “Con Nombre de Guerra”. Escuchamos que Bunbury, antes de cantar, pronunció:

Un, dos, tres…

Lolita entendió la numeración y le pareció divertido. La gente se suele poner contenta cuando entiende algo en otra lengua.

—Uno, dos, tres —repitió Lolita—. ¿Eso dijo?

—Sí. Un, dos, tres…

—Uno, dos, tres —dijo ella una vez más. Cada vez me parecía más tonta. Pero también un poco más atractiva—. That´s cool.

Ya sonaba la batería de Pedro Andreu, que me la sé de memoria, y después Bunbury siguió cantando. Lolita se sacó el calzón. Pero parecía desconectada. Parecía que estaba escuchando la canción.

aunque esta noche

sean solo unos billetes para vivir

Depilación completa y actitud relajada. No supe si sentirme halagado por su exceso de confianza o humillado porque había notado mi inexperiencia y pensaba que lo nuestro, como lo llamaba Bunbury en la canción, sería trabajo fácil. Así que, decidido a desmentir las dudas sobre mi posible performance, me calcé el condón, me monté sobre ella, se la metí hasta el fondo con un único y torpe movimiento, y empecé a moverme lo más rápido que pude. Ella captó de inmediato que la excesivas fuerza y velocidad no eran impulsadas por una confianza ganada en la práctica sino precisamente por lo contrario, y posó sus manos en mis nalgas para aminorar el ritmo. Pero apenas lo hizo, a pesar de que en esos veinte segundos no había sentido gran cosa, bastó una delicada fricción de mi pinga contra las paredes de su concha, una única entrada y salida de su orificio, para sentir que no sería capaz de controlarme y me iba a venir. Y me vine.

Todo desapareció por un instante. Incluso dejé de escuchar la música. Abrí los ojos lentamente, y me pregunté si en ese rato al menos había pasado una canción más, ojalá dos. Pero Bunbury seguía en “Con Nombre de Guerra”.

por esta noche

pooooor esta noooooche

nos podemos despedir

Duré media canción, pensé. Y para mi sorpresa, Lolita me lo hizo notar.

—Parece que la canción es larga —comentó.

—Es normal —repliqué, serio, asumiendo la derrota. Debía aceptarla con dignidad. Nada de compasión.

La tarifa era 120 por una hora. Pero no habían pasado ni siquiera veinte minutos desde que Lolita se apareció por mi departamento. Tenía tiempo para tentar el empate o al menos el gol de honor. Mientras me alistaba para la revancha, le pregunté:

—¿Quieres escuchar otra vez la misma canción? Un, dos, tres…

—Sí —dijo. Pero pareció que le daba igual. Seguía calata, recostada en diagonal, codo izquierdo sobre el colchón, la sien sobre la palma de la mano. Pensé que le faltaba un cigarro en la boca y lanzar aritos de humo para que la escena pareciera sacada de una película. La idea me entusiasmó. Y Bunbury repitió:

Un, dos tres…

—¿De qué habla la canción? —preguntó Lolita.

—De una chica —respondí—. Una chica que visita a un chico.

No quise entrar en detalles. Me puse serio, como si quisiera convencerme de que era un tipo duro, y pensé que estaba listo para reivindicarme en el segundo round. Me agaché otra vez sobre el tocadiscos, decidí arrancar con el segundo track, y con la máxima seriedad posible me propuse: tienes que durar mínimo “Maldito Duende”, “La Carta” y ojalá, “Malas Intenciones”. Si llegas a esa, también “Sal”, que es cortita, veinte segundos. Si terminas con “Senda” no es papelón, pensé, a punto de saltar a la cancha. Me acerqué a ella, la pinga al 75%, los brazos abiertos como para tomarla por las caderas, pero apenas se dio cuenta de mis intenciones Lolita se movió ágilmente por el colchón, y dijo:

—Nosotros ya hemos terminado, sweetie.

—¿Qué?

—Que ya hemos terminado. We´re done.

Y luego, quizá por mi consternación, como si le estuviera hablando a un deficiente mental agregó una palabra, que acompañó trazando una línea imaginaria con la mano:

Finished.

—¿Cómo que hemos terminado? —reclamé, sintiéndome estafado, no solo por mi plata sino porque no tendría oportunidad de mejorar mi imagen—. El anuncio decía una hora.

Tomé el anuncio, se lo mostré, lo agité en el aire.

One hour! —exclamé, indignado.

—No —dijo Lolita, sin darme importancia—. Una hora es el tiempo máximo, pero una sola vez. Si terminas antes, it´s not my fault.  

Bajé la cabeza, derrotado. Miré alrededor. Mi estudio me pareció más miserable que de costumbre. Me pregunté qué hacía en Nashville, me pregunté por qué quería ser cineasta. Me pregunté qué hacía con una puta white trash a la que le había pagado ciento veinte dólares por metérsela menos de un minuto. Me pregunté por qué seguía escuchando Héroes del Silencio.

—¿Me vas a dar propina? —preguntó.

—Te puedo dar un regalo —le dije.

—¿Un regalo? ¿Para mí?

—Sí.

Pensé que no estaría mal empezar a deshacerse del pasado. Pensé que era el momento de cambiar. Ya tendría oportunidad de reivindicarme más adelante. Primero tenía que cambiar. Así que fui al tocadiscos y saqué el Senderos de Traición. Con mucho cuidado lo acomodé en su estuche. Me acerqué a Lolita y se lo entregué.

—Quédatelo —le dije—. Este es mi regalo.

Ella me miró sorprendida. Se había terminado de vestir y se acomodaba el pelo.

—Gracias —dijo sin convicción. Y por primera vez no me pareció tan tonta.

Le abrí la puerta, la vi salir. Escuché el sonido de sus tacos alejándose escaleras abajo. Me acerqué a la ventana para mirarla desde el tercer piso cuando pisara la calle. Mientras esperaba que su figura surgiera desde el interior del edificio, me sentí súbitamente deprimido. Un dos, tres, dije, imitando la voz de Bunbury en el CD perdido, un dos, tres, con una tristeza que me pareció inexplicable. Y entonces vi a Lolita abajo, cartera al hombro, el CD en la otra mano, como si fuera a tirarlo en el primer tacho de basura que encontrara en su camino. Pero no me importó. Seguí cantando, la voz quebrada. Y mientras tanto, Lolita desapareció entre las calles de Nashville y sentí que a pesar de todo las cosas podían salirme bien. Si los nervios no traicionan todo irá bien, decía la canción. Y yo la canté por última vez. Todo irá bien.

 

Foto tomada de: Perú.21

2 comentarios para “Lolita en Nashville

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