Por Pilar Dughi

—En esta ciudad no se puede ser alegre y bonita —rezongó Lucha—, porque la gente murmura.

La mujer pareció no entenderla.

—Olvídelo, estaba pensando en voz alta —continuó.

—¿Usted la conoce? —preguntó la mujer.

—Bueno, la he visto en la yogurtería.

—Ah, Luchita, mejor no se junte con ella —afirmó sentenciosa la mujer, que era una empleada de la municipalidad, muy habladora y conocedora de los chismes de la localidad. Le gustaba comentárselos a Lucha cada vez que la veía. Lucha sonrió débilmente y se despidió. La mujer le hacía perder tiempo.

Desde que llegó a Ayacucho, hizo algunas amistades sin mucho esfuerzo. Tenía cinco meses en la ciudad y ya era conocida como administradora de un proyecto de desarrollo rural. Se había presentado ante las autoridades locales con las que tenía que coordinar por razones de trabajo: profesores de la universidad, directores de instituciones afines y hasta con el obispo auxiliar. El proyecto era de cierta envergadura y le habían aconsejado en Lima que estableciera buenas relaciones con el gobierno regional.

Un día, a las pocas semanas de su arribo, se encontró con una antigua conocida, una psicóloga que, le explicó, vivía hacía un año en Ayacucho. Era originaria del lugar y, como ella, desde que la zona se estaba pacificando muchos habían regresado a establecerse de nuevo. El turismo se había incrementado, se abrían nuevos negocios y hostales.

—Mi marido ha puesto un restaurante en la Cámara de Comercio, ¿por qué no vienes? —le propuso la mujer.

Le daba pereza cocinar todos los días y se acostumbró a ir a almorzar al local de la Cámara de Comercio. Como el lugar estaba regularmente vacío a partir de las dos de la tarde, entonces ella se compraba el periódico e iba a comer tranquilamente. Por las tardes, cuando estaba libre, daba una vuelta por la ciudad. Luego hacía un paseo por las inmediaciones de la plaza central, tratando de conocer las tiendas, las farmacias y los restaurantes. Así fue que encontró un pequeño comercio donde se expedían productos lácteos y hierbas naturales, pero la especialidad de la casa era un yogur natural que se preparaba con plantas aromáticas, a pedido de los clientes. La dueña, una mujer de unos treinta años, que atendía detrás del mostrador, tenía el cabello largo y ondulado, teñido de rubio. Sus ojos vivaces, acentuados con lápiz delineador de color negro, animaban el rostro redondo de piel sonrosada[1]. Desde el principio fue muy amable.

—Tú no eres de aquí—le dijo con convicción.

Lucha se presentó como estaba habituada a hacerlo. Pensaba que en una ciudad donde la mayor parte de gente se conocía, una debía ser cordial. La tendera se llamaba Charito y conocía bastante de productos naturales. Le habló del germen de trigo y le mostró con orgullo una colección de infusiones medicinales empaquetadas, semejantes a las que se vendían en el mercado.

—La diferencia es que yo selecciono las mejores hierbas —le explicó Charito—, y, si no conoces su uso, es mejor que compres los productos ya escogidos.

Hablaron de dietas y de cómo conservar mejor la piel en el clima serrano. El frío helado de la ciudad le había resecado a Lucha el cutis y los labios[2]. En ocasiones había sufrido de gastritis y reacciones alérgicas de causa desconocida.

—Lo mejor para tu estómago son las flores de azahar —y le alcanzó una bolsa de hojas y flores secas—. Lo preparas en infusión y bebes una taza diaria[3].

Lucha agradeció.

—Si lo mezclas con cáscaras de naranja, es bueno para el mal aliento —añadió Charito con picardía.

Desde entonces, Lucha se convirtió en una compradora asidua. El yogur natural era lo único que tomaba durante el día cuando tenía apetito. La comida serrana le producía gases y la digestión se le hacía pesada.

Cuando caminaba por las calles, la gente la saludaba. Ella a veces no recordaba bien los rostros o los nombres, pero siempre respondía con una sonrisa. Poco a poco la fueron invitando a fiestas y reuniones. Conoció a músicos notables y participó en festejos y pachamancas. Alquiló una pequeña casita en Dos de Mayo, una calle colonial que serpenteaba cerca del río. Tenía un alto portón de madera, un pequeño jardín sembrado con jacarandás, tunas, girasoles y retamas. A veces llegaban bandadas de palomas que se posaban en los techos vecinos. Ella les dejaba pedacitos de pan que los animales picoteaban sin ninguna timidez. Como se sentía un poco sola, compró un televisor pequeño que mantenía generalmente encendido para escuchar el noticiero nocturno.

En la sala de entrada habilitó una oficina para recibir a la gente del trabajo. Colocó algunos taburetes sobre los cuales distribuyó publicaciones y documentos que el público podía consultar. Instaló un teléfono en el dormitorio y amplió las conexiones de luz. Cuando necesitaba a un carpintero o gasfitero, consultaba a los conocidos con los que se encontraba en las calles. El agua escaseaba, así que a partir de las once de la mañana guardaba el líquido en grandes recipientes para poder lavar y asearse. Ese era un problema antiguo de la ciudad. La gente decía que la población aumentaba tanto, que ya las cañerías no se abastecerían hasta que culminara la construcción de una nueva represa[4], que era el sueño de toda la región.

A veces se aburría, así que adquirió una bicicleta, y por las tardes se dedicó a pasear a lo largo de la calle. Se vestía con unas mallas de gimnasia y hacía invariablemente el mismo recorrido. Bajaba por la avenida hasta el río y volvía remontando la pendiente. Notó que al atardecer un grupo de vecinos solía sentarse en la vereda y conversar hasta caer la noche. Bebían cerveza y la miraban pasar. Uno de ellos, de unos cincuenta años de edad, con nariz prominente y piel enrojecida, la contemplaba fijamente cada vez que ella regresaba exhausta de su recorrido.

—Qué rica hembrita, mueve tu culito —le decía cuando pasaba.

Lucha le devolvía una mirada furiosa.

—Muévete, muévete —le contestaba el tipo.

Los otros tipos se reían y Lucha trataba de evitarlos, pero se sentaban muy cerca de su portón y era imposible.

—¿No quieres chupármela? —le dijo un día el tipo.

Lucha se le acercó.

—¡Huevón! ¡Cállate! —le contestó.

El hombre se puso rígido.

—¡Déjala! ¡Déjala! —le gritaron los otros. Uno le cogió el brazo y lo jaló hacia ellos.

—Puta de mierda —masculló el hombre.

Desde entonces, Lucha redujo sus horas de deporte. Supo que el tipo vivía en la casa de al lado. No había reparado antes en él, pero ahora lo veía con frecuencia en la bodega y en el horno donde compraba el pan. El hombre parecía mirarla con rabia. Lucha dejó de saludar indistintamente a los vecinos, porque ya no sabía cuáles eran los groseros que podían tener amistad con aquel. Cuando lo veía, evitaba su rostro y lo esquivaba cuando lo cruzaba por la calle.

Para entretenerse, acudía a la biblioteca de la universidad. Ahí se encontró con un profesor bastante gentil, con cierta autoridad fundada en sus largos años de docencia. Intercambiaron libros y luego se encontraron en algunas reuniones. Conoció a su esposa, una mujer joven y pálida que la saludaba con cortesía. Una vez el profesor le prometió un libro que supuso sería muy útil para Lucha. Ella lo fue a buscar varias veces a su oficina, pero no lo encontró. Una noche, el profesor tocó la puerta de su casa. Ella lo recibió con alegría y lo hizo pasar a la sala. El hombre parecía algo nervioso. Lucha no supo qué hacer y le invitó un café.

—Te has acostumbrado bastante bien —le dijo él.

—Más o menos —contestó ella—. La falta de agua me molesta. Es penoso tener que recolectarla todos los días.

A Lucha le complacía tener relación con la gente de la universidad. Sentía que podía conversar sobre las reflexiones que le despertaba su trabajo, las noticias locales y los libros que leía. La principal forma de enterarse de lo que pasaba en la ciudad era intercambiando opiniones con ellos. Ya que no había un periódico regional, la radio y los encuentros personales eran una forma de estar informada.

—¿Y qué te parecemos los ayacuchanos?

—Oh, han sido muy hospitalarios conmigo. Lo único que no me gusta es que beben mucho en las reuniones y, si una no quiere hacerlo, se molestan. Lo consideran una afrenta.

—Ah, eso es en toda la sierra —exclamó él—. El campesino bebe en sus fiestas patronales durante días. La comunidad entera, hombres y mujeres, hasta perder el sentido.

—Sí, ya lo sé, pero es excesivo.

—Es un pretexto para poder llorar —comentó él—, sin tener vergüenza.

Y a continuación contempló el techo alto de la sala.

—Esta casa es muy antigua, tiene techos de bóveda —señaló.

—Es muy fresca cuando hace calor.

—¿Puedo ver la casa? —inquirió él.

—Sí, claro —respondió ella.

Él se levantó y se dirigió hacia la cocina, que daba al patio.

—Bonita casa —dijo, y luego se acercó hacia el cuarto que estaba al lado de la sala. Era el dormitorio de Lucha.

—Tienes una cama matrimonial —le dijo.

Y la miró con curiosidad. Lucha se sintió incómoda.

—¿No tienes frío? —le dijo él y trató de rodearle los hombros. Lucha se apartó rápidamente.

—No —contestó irritada.

—Es una cama muy grande para ti —respondió él, tratando de abrazarla de nuevo.

Lucha salió inmediatamente del dormitorio.

—Ya es muy tarde —le dijo—. Es mejor que te vayas.

El hombre salió detrás de ella y se puso la casaca que había dejado sobre la silla del comedor.

—Anda a buscarme a la universidad cuando quieras —subrayó mientras Lucha le abría la puerta.

Lo despidió de un portazo. Estúpido, pensó. ¿Qué se ha creído ese cirio? Se preparó un mate de coca y antes de acostarse ajustó los cerrojos de las puertas.

La época de lluvias había llegado y el clima se volvió húmedo. Por las mañanas se levantaba con la nariz congestionada y comenzó a toser en forma intermitente. Se encontró con Charito, que conversaba con dos amigas en uno de los portales de la plaza.

—Yo creo que debes tomar canchalagua —le recetó Charito—. Además de ser buena planta para el resfriado, facilita la digestión y la puedes preparar con limón como refresco.

La presentó a sus acompañantes. Eran dos chicas altas, algo gorditas, no pasaban de treinta años y lucían bastante guapas. Tenían el cabello largo, ondulado y suelto sobre los hombros.

—Son mis amigas —le dijo Charito—. Cuando quieras, podemos hacer jogging[5] hasta el aeropuerto los domingos por la mañana.

Se había convertido una costumbre en la ciudad correr a lo largo de la carretera los fines de semana desde horas muy tempranas. El camino hacia el aeropuerto era la distancia preferida por los deportistas. Jóvenes y adultos de ambos sexos, enfundados en buzos de colores, practicaban el deporte los domingos. Lucha aceptó la invitación, pero no quedaron en nada concreto. Caminó hacia el mercado para comprar algunos quesos de cabra y enviar a Lima. En la calle distinguió al mayor de policía, un hombre canoso y fortachón, muy conocido entre los ayacuchanos. Cruzaron algunas palabras de simpatía. Lucha le estaba agradecida porque siempre le resolvía algunos problemas que no faltaban en el trabajo, como los permisos que a veces tenía que recabar para que los promotores del proyecto pudiesen viajar a la zona de la selva ayacuchana con algunos productos, como el querosene, que estaban restringidos por la presencia del narcotráfico en la región.

—Te he visto conversando en la plaza —le dijo el mayor.

—Ah, sí, con Charito y sus amigas.

—No es una buena compañía, Luchita —le contestó.

—¿Por qué? —objetó sorprendida.

—Yo sé lo que te digo, Luchita —insistió el mayor.

—¿Pero no era tu amiga? Yo también te he visto conversando con ella.

—Por eso mismo, Luchita, yo la conozco —respondió él, moviendo la cabeza con cierto tono de censura.

Lucha se quedó callada. Se despidió de él y continuó caminando. Sintió que le invadía la cólera. ¿Y ahora de qué se trata? Es porque son bonitas y, si son alegres, peor, se dijo. Estuvo reflexionando en ello los días siguientes y rememoró algunas escenas. Recordaba haber visto a las chicas en la yogurtería por las tardes, platicando entretenidamente con algunos parroquianos a la hora en que la gente salía a pasear por la plaza. Era un trío que no dejaba de ser llamativo en la esquina de la tienda.

Aquella semana llovió intensamente y el muro de adobes que rodeaba parte del patio interior de su casa se desplomó con la lluvia torrencial. Tuvo que hablar con la dueña y contratar a un par de albañiles para que le reconstruyeran la pared. Una noche en que se encontraba cocinando, descubrió que se habían robado la ropa colgada en el cordel.

Asustada y provista de una linterna, revisó sus pertenencias y vio que además se habían llevado varias cajas con medicinas y alimentos. Como todavía no estaba reparada la pared derruida, tuvo miedo. Se dio cuenta de que era muy fácil entrar a la casa desde la calle. Llamó a la policía. Cuando llegaron los agentes, recorrieron las calles laterales y los vecinos se alarmaron. Lucha les explicó que le habían robado. Uno de los muchachos vecinos se ofreció a subirse a los techos a revisar si había huecos. Era el hijo del hombre grosero que le hacía comentarios vulgares cuando ella paseaba en bicicleta. Al poco tiempo llegó el tipo furioso.

—Esa mujer es una loca —les gritó a los policías señalando a Lucha—, se ha peleado con todos los vecinos.

Y llamó a su hijo dando alaridos.

—Oiga, ¡déjelo! —protestó Lucha—. Él me está ayudando.

El hombre cogió del brazo a su hijo y lo arrastró dándole empellones hacia su casa. Los policías tranquilizaron a Lucha.

—Ese tipo es un malcriado —les dijo indignada—. Es un descarado.

Una vecina le explicó confidencialmente a Lucha que ese hombre era un antiguo policía que había sido dado de baja por comportamiento violento. Le pegaba a su mujer y a sus hijos y era un borracho. Lucha se despidió de la gente y se encerró en su casa. Inspeccionó los seguros de las puertas y ventanas y decidió comprarse candados grandes para instalarlos al día siguiente. La imagen del tipo exaltado alardeando en medio de la calle le molestó. Resolvió tener más cuidado. Los vecinos no eran todos de fiar.

Al atardecer del día siguiente, cuando regresaba de hacer las compras de la semana, vio a un grupo de chicos jugando en la acera de su casa. Entre ellos distinguió al hijo del vecino, el muchacho que había intentado ayudarla la noche anterior.

—Por culpa de esa, mi papá me ha agarrado a latigazos anoche[6] —exclamó el chico, lanzándole una mirada cargada de violencia. Los otros la miraron también. Lucha se sintió desnudada. Ingresó inmediatamente a la casa y cerró con fuerza el portón.

La habían invitado a una reunión por la noche y pensó que le convenía salir para despejarse un poco. Casi no había podido trabajar en la oficina, apurando a los albañiles para que terminaran la construcción y buscando a un cerrajero que le reemplazara las bisagras oxidadas de las puertas[7]. Siendo día de semana prefería acostarse temprano, pero la inseguridad de la casa producida por los desmanes del aguacero le generaba una cierta inquietud y temía no poder dormir[8]. Se preparó una infusión de azahar muy cargada y se fue a la fiesta. Era un grupo pequeño, gente que trabajaba en algunas instituciones con las que se relacionaba y había también algunos desconocidos. Uno de los asistentes la enlazó por la cintura[9].

—¿Qué hace una mujer solita en Ayacucho? —le preguntó mientras bailaban.

—¿Me conoces de algún sitio? —respondió inquieta.

—Aquí todos nos conocemos —contestó él desdeñosamente.

Alguien bromeó y dijo que Lucha no estaba sola sino que era amiga de los visitantes asiduos de la Cámara de Comercio. La gente estaba ya borracha y reía. ¿Cómo iba a estar sola Luchita?, repetían. Siempre estaba bien acompañada, decían jocosamente. Lucha comenzó a inquietarse[10]. ¿Sabían dónde vivía? ¿Que estaba sola? El resto de la noche permaneció ensimismada y pidió a una de las mujeres que la acompañara a tomar un taxi en la plaza. Una pareja de esposos se ofreció a llevarla. Las calles estaban bastante oscuras y la iluminación era muy débil. Al llegar a su casa abrió el portón y cruzó raudamente el jardín. Cerró las puertas y las aseguró con candados. Tengo que poner más luces afuera, pensó. Revisó su linterna y notó que le faltaba una pila. No sirve para nada, razonó, y la arrojó sobre la mesa. Recolectó velas y fósforos y los puso sobre la mesa de noche. Trató de dormir, pero escuchaba ruidos en el techo. Las paredes eran de quincha, al estilo de las construcciones antiguas, de caña empastada con barro, y crujían permanentemente. Era imposible distinguir pasos humanos o pisadas de gatos. Al menor ruido, llamo a la policía, pensó. La puerta del patio era de listones de madera y de consistencia muy frágil. De una patada la pueden destrozar, se dijo. Pero ella escucharía los ruidos y correría hacia la calle. ¿Tendría tiempo de cruzar el jardín? Dio vueltas en la cama durante la noche sin poder conciliar el sueño. Se levantó en la madrugada al escuchar las campanadas de la iglesia vecina. Por primera vez desde que había llegado a la ciudad sintió que era una foránea. Aquel día decidió no comprar yogur a pesar de que se le había acabado. No quería pasar por la tienda y que la vieran conversando con Charito y sus amigas.

Cuando iba a la municipalidad a recoger unos documentos, se encontró con una señora integrante de una antigua familia ayacuchana y que trabajaba como directora de una institución.

—Ay, Luchita —le dijo afligida—. No sé si ya sabes lo que ha pasado. Una desgracia, una verdadera tragedia.

—No, no sé nada —contestó Lucha.

—Quién lo iba a decir, aquí, en la ciudad, ya ha llegado la plaga.

—¿Qué ha pasado?

—La gente está comentando en todos los sitios, hijita. La semana pasada un paciente murió de sida.

—¿Cómo?

—Sí, de sida, imagínate.

—¿Cómo ha sabido usted?

—Me lo comentaron en el consultorio del doctor Capuñay.

Era el dentista del hospital.

—Me lo ha dicho también la señora Rojas, la obstetriz —exclamó compungida la mujer—. Tenemos que hacer algo por nuestra juventud.

—Bueno, es una pena, así ocurre en todo el país.

—Pero tenemos que detenerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. Tanta corrupción, tanto alcohol —continuaba la mujer— hay mucha vida indecente, demasiada inmoralidad.

Aquel día en la Cámara de Comercio, cuando Lucha fue a almorzar, la dueña se acercó a conversar con ella.

—Dicen que van a hacer campañas preventivas en los colegios —le explicó a Lucha—. Ha estado aquí el director de salud de la región con otros médicos y con el mayor de la policía. Van a hacer un despistaje.

—¿Un despistaje? Pero tendrían que hacérselo a toda la población.

—No, pues —alegó la mujer—, nada más a los sospechosos.

—¿Y cómo van a saber quiénes son sospechosos? Es imposible.

—Luchita, se sabe, eso aquí se sabe —afirmó la mujer con seguridad.

Lucha rio.

—Están locos.

La mujer la miró desconcertada.

—Pero el mal recién ha comenzado. Además, en la ciudad nos conocemos muy bien y eso facilita la intervención, eso lo dicen los médicos —continuó.

Ella se alzó de hombros y pidió un menú. Comió sin mucho apetito pensando en el trabajo que tenía atrasado. Aquí son unos chismosos, caviló mientras intentaba pasar algunas cucharadas de sopa de verduras. De segundo había un estofado de pollo que se veía muy grasiento, así que apenas pudo comerse el arroz con un poco de zanahorias guisadas, apartando cuidadosamente la carne y la salsa del resto del plato.

A los tres días fue a una de las bodegas más surtidas de la calle principal, que quedaba al lado de los portales de la plaza. Se encontró con uno de los abogados que trabajaban en el juzgado.

—¿Ha sabido ya, Luchita? —le preguntó él.

—¿Qué?

—Lo del sida.

—Sí, ya me han contado.

—Han detenido a varios sospechosos.

—¿Pero cómo van a hacer eso?

—Yo sé de nueve personas a las que se han llevado al hospital a hacerles análisis.

—Pero no puede ser —exclamó Lucha asombrada.

El abogado continuó distraídamente.

—Qué tal castigo. Es como la sífilis antiguamente, de noche con Venus y de día con arsénico. Porque se medicaba con arsénico. Muchos se morían con la cura, ¿sabía usted?

Lucha ya no escuchaba.

—Es una llamada de atención para los muchachos, para la gente de vida ligera, digan lo que digan, es una verdadera muestra del abandono de las buenas costumbres[11]. La sociedad ayacuchana, de tanto sufrir con el terrorismo, se ha relajado mucho —exclamó sombríamente.

Lucha se despidió precipitadamente y salió del local. Al dar la vuelta en una esquina se tropezó cara a cara con la empleada que trabajaba en la municipalidad.

—Luchita, Luchita, ¿adónde vas tan apurada? Hace tiempo que no te veo.

—Uf, he tenido mucho trabajo —contestó.

—Oye, se han llevado a las mujeres esas, a las de la yogurtería.

—¿Cómo?

—Sí, a varios los han llevado al hospital para ver si estaban contagiados de sida. A las tres mujeres también les han obligado a hacerse el examen.

—¿Pero por qué? ¿Cuándo?

La mujer abrió los ojos.

—¿Cómo que por qué? Por prevención, pues. Porque una de ellas trabajaba en el hospital y allá todo el mundo se ha enterado. Ayer las obligaron a ir. Imagínate. Con el mayor de policía y todo.

—Ah, bueno, qué sorpresa —contestó Lucha automáticamente.

Continuó caminando sin levantar la vista. Al llegar a la esquina vio a Charito que estaba parada en la puerta de la tienda, como siempre. Cruzó la vereda, pero no pudo evitar que sus ojos se encontraran con los de ella. Volvió entonces la cara sin saludarla y desapareció presurosa por otra calle.

 

Cuento publicado originalmente en: Pilar Dughi- Todos los cuentos. Ed. Campo Letrado, 2018.

 

 

 

[1]  El original decía: «Era de facciones finas, piel sonrosada y ojos sombreados con lápiz delineador de color negro, que le daban una apariencia oriental».

[2]  El original decía: «Lucha era de la costa, y tenía los labios y el cutis resecos».

[3]  El original decía: «—Lo mejor para tu estómago es el ajenjo —y le alcanzó una bolsa de hojas secas—. Lo preparas en infusión y tomas unas dos tazas diarias».

[4]  El original decía: «hasta que inauguraran una nueva central de irrigación».

[5]  En el original: «footing».

[6]  El original: «mi papá me ha roto el poto anoche».

[7]  El original solo decía: «buscando a un cerrajero».

[8]  El original decía: «Aunque era día de semana y prefería acostarse temprano, tenía cierta aprehensión y temía no poder dormir».

[9]  En el original la pareja de baile es menos impetuosa: «A medianoche todos danzaban huainos y uno de los invitados la sacó a bailar».

[10] El original decía: «Lucha tuvo un súbito miedo».

[11] El original decía: «es como para enfrentar el abandono de las buenas costumbres».

9 comentarios para “Las chicas de la yogurtería

  1. pues, no me gustò mucho el final pero es bien limpia la percepciòn que se deduce; la envidia con la gente que prospera y ademàs es bonita y elegante se le achcan todos los males.

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