Por Julio Cevasco

[…] La tormenta seguía su curso. En el extremo norte del Bosque de los Ahorcados las tropas de la milicia de Càdeburg empujaban carretas repletas de cadáveres. Los cuerpos, rígidos y desnudos, mantenían una expresión de terror en los rostros. Una mueca. Una sonrisa de piedra. Hidalgos, paladines y antiguos señores no eran distintos a pordioseros, cuatreros ni asesinos errabundos que cada noche tiritaban de frío en las afueras de la ciudad. La plaga los había matado a todos por igual: niño y anciano, pobre y rico, y la muerte había cortado sus cuellos con su guadaña de media luna. Úlceras estomacales, escorbutos, diarreas y vómitos, plagas de mosquitos se los habían llevado. Otros, en cambio, habían muerto atragantados con su propia bilis tras sufrir intensos dolores de estómago. El bosque apestaba a estiércol y a tripas podridas, y el hedor se había propagado en dirección al castillo.

Los milicianos se cubrían los rostros con pañuelos negros manchados de sangre. Los soldados estaban regidos por el mariscal Rembràndt le Courdier, llamado también Un Ojo. Le Courdier, que era un soldado escuálido y espigado de más de cuarenta años, disfrutaba viendo a los hombres morir. Se peinaba el bigote negro y aceitoso, mientras que el mechón cano que nacía del centro de su cráneo flameaba como pelusilla. Tenía otro poco de pelo en el pecho, algo más en la garganta y… nada más.

Sin poder reprimir un bostezo, observó una sombra que se acercaba a toda velocidad como un cervatillo asustado. Era la sombra de un soldado: uno de los nuevos reclutas.

―¡Retroceded! ¡Retroceded! ―gritaba el muchacho con los ojos repletos de lágrimas y la nariz hinchada―. ¡Atrás! ¡Atrás! ¡Es un bastardo! ¡Es un bastardo!

Rembràndt se cubrió la cara con la pañoleta que llevaba amarrada al cuello, sobre la cual había pintado una sonrisa de calavera. Observó al hombre que corría y se aclaró la garganta.

―¡Disparad! ―ordenó a los arqueros con la mirada fija en aquel rostro derretido. Los huesos nasales y maxilares se asomaban bajo una cortina de grasa amarillenta y partes de su cuello parecían golpeadas por una maza con púas. La sangre corría en ramificaciones y las moscas revoloteaban zumbando, acercándosele—. Está inficionado.

«Otro hombre muerto que se aferra inútilmente a la vida», reflexionó el mariscal.

Los arqueros tensaron, apuntaron y esperaron unos instantes, calculando la distancia. Sólo voló una flecha. Los demás no habían soltado sus proyectiles. El hombre que corría había caído sobre los barrizales dando un grito, como si un sable fantasma le hubiese hecho un corte invisible en los tobillos.

«Imposible». El único ojo de Rembràndt pareció abrirse como un plato redondo. Un ojo pardo, de lince.
La flecha se perdió en la neblina del bosque mientras los Peces Sangrientos contemplaban al crío de los tobillos rotos.

«La plaga le ha comido los músculos y los tendones, y ahora sus huesos parecen molerse ―pensó el mariscal poco antes de dar la orden para que sus arqueros lo acribillaran con sus saetas―. Por un demonio. ¿Qué es lo que nuestro pueblo está pagando?».

Los proyectiles silbaron.

La lluvia arreció, y un canto de muerte, espectral y eterno, se extendió por el Bosque de los Ahorcados. El soldado recibió una flecha en el cráneo, dos en el cuello y tres le perforaron la espalda penetrando su cota de anillas. El apestado murió al instante. Y de inmediato una caterva de soldados-recogedores, ataviados con corazas y mantos vetustos, retiró las saetas del cadáver, lo levantaron y lo arrojaron sobre una de las carretillas repletas de muertos.

Rembràndt contempló los despojos. Todos palidecían. Y sus muecas petrificadas eran una expresión sempiterna de horror. Vio una cucaracha salir de una oreja poco antes de caminar en dirección a sus arqueros.
«Ese es el verdadero rostro de la plaga ―se dijo mientras olisqueaba como un coyote el olor del acero manchado de rojo: un olor áspero».

Las cotas de anillas de sus soldados parecían haberse dado un festín: una carnicería de hombres marcados por pústulas y tumores. Se dirigió al que tenía más cerca.

—¿Cuáles son los números de esta noche?

―Treinta y ocho ―respondió. El hombre tenía el cabello castaño y ondulado. Le llamaban Pàrvic el Escamas―. Pero los ahorcados los superan en número, mi señor. Sólo en el lado noroeste del bosque hemos encontrado casi trescientos. Los soldados no quieren descolgarlos por miedo al contagio.

―Hacen bien en no querer ―respondió el mariscal, sonriente―. Saben lo que pasaría. Los Peces Sangrientos no son una banda de afeminados que se dejan matar sin antes derramar sangre. […]

 

Sobre Julio Cevasco

Julio Cevasco es egresado de la Facultad de Traducción e Interpretación de la Universidad Ricardo Palma. Es traductor de profesión, radica en Alemania desde hace muchos años y está por culminar la carrera de Filología Hispánica e Historia en la Universidad de Münster. Escribe grimdark y fantasía oscura, que son subgéneros de ficción especulativa centrados en temas entre los que destacan la figura del antihéroe, los combates con espada y las decisiones amorales de los protagonistas. Él viene publicando libros desde 2014 en revistas virtuales y en libros impresos en varios países de habla hispana. Ha participado en el Festival URÒBOROS 2020 representando a Perú de manera virtual a través de conversatorios. Este año la organización del evento estuvo a cargo de la Asociación Literaria   de Ciencia y Ficción, Fantasía y Terror, y la Editorial Speed Wagon Media Works. Es autor de la Saga » La Balada del Nunca Amado».

 

2 comentarios para “La balada del nunca amado

  1. Buen libro» La balada del nunca amado», de Julio Cevasco , que escribe pues ficción centrada en terror o miedo.
    Habla sobre la milicia valiente que se afera a la vida, a pesar de los obstáculos.
    También nos dice sobre la plaga que mataba mucha gente, y el terror que tenían los soldados a la peste.
    También aparece la figura de un líder, como el Mariscal Rembrent de Coudior.
    Un libro super interesante.
    Felicidades ….Julio Cevasco.

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