Por Anton Chejov

Son como nómadas. Solamente a París le conceden meses. A otras capitales como Berlín, Viena, Roma, Madrid o San Petersburgo les escatiman el honor de su presencia. En París se sienten quasi como en casa: es para ellos la capital, mientras que el resto de Europa no pasa de ser una provincia aburrida y sin gusto, a la que sólo se puede mirar por una rendija de las cortinas de cualquier Grand Hôtel o desde el proscenio.

 

Todavía no son viejos, pero ya han tenido ocasión de visitar dos o tres veces todas las capitales europeas. Hartos de Europa, comienzan a hablar de un viaje a América y seguirán hablando hasta que alguien les convenza de que la voz de ella no es tan notable como para mostrarla en dos hemisferios.

 

Verlos no resulta cosa fácil. En la calle, imposible, porque van siempre en coche y sólo salen cuando está oscuro, por la tarde o por la noche. Hasta la hora de comer, duermen. Suelen despertarse de mal humor y no reciben a nadie. Únicamente de cuando en cuando, a horas indeterminadas, entre bastidores o mientras están cenando, acceden a hablar con alguien.

 

La cara de ella aparece en las postales. Pero en las postales parece guapísima, y la realidad es que nunca ha sido guapa. No deis crédito a las fotografías: es una mujer feísima. La mayor parte de la gente la ve en escena. Pero en escena está desconocida: los polvos, los coloretes, los afeites y los cabellos ajenos ocultan su cara como un antifaz. Y en los conciertos, igual.

 

En el papel de Margarita, esta mujer de veintisiete años, rugosa, torpona, de nariz cubierta de pecas, parece una doncellita de diecisiete, esbelta y adorable. Cuando se halla en escena es cuando menos se asemeja a sí misma.

 

Si queréis verles, lograd acceso a algún banquete de los que se le ofrecen o de los que ella ofrece antes de partir de una capital para otra. A simple vista, parece muy fácil lograr tal acceso, pero sólo personas muy selectas consiguen llegar hasta la mesa… Entre los escogidos se encuentran los señores críticos, los pillos que se las dan de críticos, los cantantes indígenas, los directores de orquesta y de coro y los aficionados de relucientes calvas que han adquirido categoría de asiduos del teatro y de los banquetes, gracias al oro, a la plata y a los parientes. Estos banquetes no resultan aburridos; para un observador representan un buen punto de mira. Vale la pena asistir a un par de ellos.

Las figuras célebres (entre los comensales hay muchas) comen y hablan. Su postura es libre y desenvuelta: el cuello para un lado, la cabeza para otro, y un codo apoyado en la mesa. Los viejos hasta se escarban en los dientes.

 

Cerca de ella se sientan los periodistas, casi todos ellos borrachos, que se conducen con la misma desenvoltura que si la conocieran hace un siglo. A poco más llegarían a permitirse con ella familiaridades excesivas: bromean a gritos, beben, se quitan la palabra los unos a los otros (eso sí, sin olvidar el consabido Pardon), pronuncian estrepitosos brindis y, al parecer, no temen al ridículo. Algunos, inclinándose ceremoniosamente, a lo gentleman, le besan la mano.

 

Los pseudocríticos conversan, doctorales, con los aficionados y los entendidos. Los aficionados y los entendidos callan: envidian a los periodistas, sonríen beatíficos y sólo beben vino tinto, que suele ser de excelente calidad en estos convites.

Ella, la reina de la fiesta, va ataviada sencillamente, aunque lo que lleva ha costado un dineral. Un grueso brillante asoma por el escote de encaje. En cada brazo, una pulsera maciza. El peinado es de lo más discutible: a las damas les gusta, y a los caballeros no. Su rostro resplandece y regala la más amplia de sus sonrisas a los hermanos comensales. Ella sabe sonreír a todos a la vez, hablar con todos a la vez y asentir graciosamente con la cabeza a todos a la vez. Observad su cara y creeréis que sólo la rodean amigos a los cuales profesa profundísima simpatía. Al final del banquete, la reina reparte fotos a determinadas personas, escribiendo al dorso el nombre del afortunado y poniendo su autógrafo. Por supuesto, habla en francés, y al terminar el ágape, incluso en otros idiomas. Pronuncia el inglés y el alemán ridículamente mal, pero a ella le sale la mar de gracioso. Al verla tan simpática, olvida uno que es la fealdad misma.

 

¿Y él? Él, le mari d’elle, sentado a cinco o seis sillas de distancia, bebe mucho, come mucho, calla mucho, hace bolitas de pan y relee las etiquetas de las botellas. Su figura denota aburrimiento pereza, fastidio…

Es rubio, con una calva que surca su cabeza a modo de senderos. Las mujeres, el vino, las noches de insomnio y el largo deambular por esos mundos de Dios han pasado por su cara como un rastrillo, dejando impresas en ella profundas arrugas. Aunque no rebasa los treinta y cinco años aparenta muchos más. Tiene la cara como empipada de kvas y los ojos hermosos, pero abúlicos. En tiempos no fue muy feo, mas ahora lo es. Sus piernas son zambas, sus manos terrosas y su cuello peludo. A causa de sus encorvadas piernas de sus extraños andares, en toda Europa le llaman «el carromato-. Vestido de frac recuerda una chova mojada con la cola seca. Los comensales no le hacen el menor caso, y él les paga con la misma moneda.

 

Id a uno de estos banquetes, ved a los dos esposos, observadlos y decidme qué es lo que ha vinculado y qué es lo que vincula a estas dos personas.

 

Al verlos diréis, aproximadamente, lo que sigue:

—Ella es una cantante célebre; él no pasa de ser el marido de una cantante célebre o, dicho en términos usados entre la farándula, el marido de su mujer. Ella gana alrededor de ochenta mil rublos al año; él no hace nada; es decir, que le queda tiempo para ser el criado de ella. Ella necesita un cajero y un apoderado que trate con empresarios y se ocupe de formalizar los contratos. Ella sólo conoce y trata al público que aplaude; la caja y todos los accesorios prosaicos de su vida no merecen su atención. Por consiguiente, él le hace falta; le hace falta como apéndice, como lacayo… Le despediría si supiera administrarse ella misma. Él cobrando un saneado salario de ella, que no da valor al dinero, la roba en complicidad con las criadas, despilfarra el dinero de ella, anda siempre de francachela, puede que hasta guarde dinero para días peores; y se encuentra tan a sus anchas como el gusano que ha conseguido meterse en una buena manzana. De no tener ella dinero, él la abandonaría.

 

Así piensan y dicen quienes les observan durante los banquetes. Piensan y dicen eso porque, imposibilitados de penetrar en el fondo del asunto, tienen que hacer un juicio superficial. A ella la miran como a una diosa y de él se apartan como de un pigmeo con viscosidad de rana; y, sin embargo, la vedette europea está ligada al insignificante renacuajo por vínculos envidiables y generosos.

Mirad lo que escribe él:

«Me preguntan por qué amo a esta furia. Verdaderamente, no merece que se la quiera. Ni tampoco que se la odie. Lo único que merece es que nadie repare en ella, que todo el mundo ignore su existencia. Sólo puede amarla un loco. Un loco o yo, lo que, en realidad, viene a ser lo mismo.

 

-Es fea. Cuando nos casamos era un monstruo; tanto más ahora. No tiene frente. En lugar de cejas lleva sobre los ojos dos rayas apenas visibles, y sus ojos son dos hendiduras poco profundas en las que no resplandece nada: ni inteligencia, ni deseos, ni pasiones. Por nariz luce una patata. Aunque tiene la boca pequeña y bonita, se la afean sus horribles dientes. No hay en su cuerpo ni pechera ni cintura. Este último defecto se oculta un poco por su diabólica habilidad para ponerse el corsé, arte para el que posee una mano maestra. Es chica y gorda, de una gordura fofa. En masse, todo su cuerpo adolece de un defecto que yo considero capital: su absoluta falta de feminidad. No creo femeninas la palidez del cutis ni la flacidez muscular: en eso discrepo de muchos. No es una dama ni una señorita, sino una tendera de ademanes burdos: al andar bracea desmesuradamente; sentada cruza las piernas y se balancea con todo el cuerpo hacia adelante y hacia atrás; cuando está tendida levanta las piernas, etcétera.

 

-Es descuidada. Sus maletas constituyen el mejor ejemplo de ello: la ropa limpia está revuelta con la sucia, los puños con los zapatos y con mis botas, los corsés nuevos con los rotos… Nunca recibimos visitas a causa del eterno desorden y la suciedad reinantes en nuestras habitaciones de los hoteles. Pero, en fin, ¿para qué vamos a extendernos? Fíjense en ella al mediodía, cuando, levantándose de la cama, sale perezosamente de debajo de la manta: no reconoceréis a la mujer de voz de ruiseñor. Despeinada, con el cabello revuelto, con los ojos soñolientos y aceitosos, desgarrada la camisa por los hombros, descalza, medio bizca, envuelta en las nubes de humo del tabaco fumado la noche anterior, ¿creéis que tiene alguna semejanza con un ruiseñor?

-Bebe. Bebe como un húsar: lo que se le antoja y cuando se le antoja. Bebe hace mucho. Si yo bebiera, estaría por encima de la Patti o, al menos, a su misma altura. Se ha bebido ya la mitad de lo que ha ganado, y muy pronto se beberá la otra mitad. Los malditos alemanes la han enseñado a tomar cerveza, y ahora no se acuesta nunca sin vaciar dos o tres botellas antes de dormirse. A no beber no padecería el catarro gástrico que padece.

-Es poco amable, de lo que pueden dar fe los estudiantes que a veces la invitan a participar en sus conciertos.

 

-Le gusta la publicidad. El reclamo nos cuesta anualmente varios miles de francos. Yo odio los anuncios con toda mi alma. Por cara que sea esta publicidad estúpida, nunca llegará a valer lo que vale su voz. A mi mujer le gusta que le hagan zalemas y le desagrada que digan de ella la verdad, si esta verdad no parece un elogio. Tiene en más aprecio un beso de Judas comprado que una crítica sin comprar. ¡Ausencia absoluta de dignidad!

-Aunque es inteligente, le falta desarrollo mental. Su cerebro ha perdido la elasticidad hace tiempo y, envuelto en grasa, ha terminado por aletargarse.

-Es caprichosa, inconstante, sin ningún criterio sólido. Ayer afirmó que el dinero era una trivialidad; hoy, en cambio, actúa en cuatro funciones porque se ha convencido de que no hay en el mundo nada mejor que el dinero; y mañana volverá a decir lo que dijo ayer. No quiere saber nada de la patria, ni reconoce personajes políticos, ni tiene un periódico preferido, ni admira a ningún escritor.

 

-Pese a su riqueza, no ayuda a los pobres. Es más: a veces no paga como es debido a modistas y peluqueros. No tiene corazón.

-¡Es una mujer mil veces perversa!

-Sin embargo, observadla cuando, pintada, maquillada, erguida, avanza hacia el proscenio para competir con los ruiseñores y los jilgueros que saludan al alba en mayo. ¡Qué empaque imponente y qué encanto en sus andares de cisne! Observadla, os lo suplico, y poned atención. Cuando levanta la mano y abre la boca por primera vez, las dos mirillas de su cara se convierten en dos ojazos llenos de brillo y de pasión. En ninguna parte hallaréis ojos tan seductores. Cuando comienza a cantar, cuando sus primeros trinos se expanden por el aire y yo siento dulcificarse mi alma inquieta, fijaos en mi cara y se os revelará el secreto de mi amor.

 

-—¿Verdad que es hermosa? —pregunto entonces a mis vecinos de asiento.

-Me contestan que sí, pero ello no me basta: en esos momentos aniquilaría a quien osase pensar que esa criatura extraordinaria no es mi mujer. Entonces olvido todo lo pasado y vivo sólo del presente.

-¡Mirad qué artista! ¡Cuánto sentido se encierra en cada uno de sus movimientos! Ella lo interpreta todo: el amor, el odio… el alma humana… Por algo el teatro se viene abajo aplaudiendo.

-Al terminar el último acto, la saco del teatro pálida, exhausta, como si en una velada hubiese vivido toda una existencia. Yo también voy pálido y rendido de fatiga. Cogemos un coche y nos dirigimos al hotel.

 

-Una vez allí, ella se tiende en silencio, sin desnudarse. Yo, igualmente silencioso, me siento en el borde de la cama y le beso la mano. En estas ocasiones no me rechaza ni me aparta de ella. Nos dormimos juntos, dormimos de un tirón hasta la mañana siguiente y nos despertamos para mandarnos al diablo el uno al otro…

-¿Saben ustedes cuándo la amo también? Cuando asiste a bailes o banquetes. Me encanta la magnífica actriz que lleva dentro. Porque, en verdad, hay que poseer un gran genio artístico para imponerse a la Naturaleza de la manera que ella sabe hacerlo…

-No la reconozco en los banquetes. De una gallina desplumada se transforma en un pavo real.

Esta carta está escrita con mano ebria y letra apenas legible. Ha sido escrita en alemán y contiene faltas de ortografía a montones.

 

He aquí lo que escribe ella:

-Me preguntan ustedes si quiero a este muchacho. Pues sí, le quiero a veces… ¿Por qué? Sabe Dios…

-Verdaderamente, es feo y antipático. Las criaturas de su estilo no nacen con derecho a ser correspondidas en el amor. Los hombres como él no pueden hacer otra cosa que comprar el amor porque no pueden conseguirlo de balde. Juzguen ustedes mismos.

-Igual de día que de noche, está borracho como una cuba. Le tiemblan las manos, produciendo una sensación muy desagradable. Cuando está embriagado vocifera y arma camorra. Me pega incluso a mí. Y si no se encuentra bajo los vapores del alcohol, se tira en cualquier parte, donde primero se le ofrece, y no despega los labios.

-Va siempre harapiento, aunque no le faltan medios para vestirse mejor. La mitad de mis ganancias se evapora, pasando por sus manos, sin que nadie pueda saber adónde va a parar.

 

-Nunca consigo imponerle un freno. Las infelices artistas casadas tienen unos cajeros horriblemente caros: los maridos se llevan la mitad de la caja.

-Y no se lo gasta en mujeres, lo sé muy bien: las desprecia.

-Es vago. Jamás le he visto ocupado en nada. Lo único que hace es beber, comer y dormir.

-No ha hecho ningún estudio. Le expulsaron del primer curso de la Universidad, por insolente.

-No desciende de familia hidalga; y, lo peor de todo, es alemán.

-Me disgustan los alemanes. De cien alemanes hay noventa y nueve idiotas y un genio. Esto me lo dijo un príncipe que era alemán, aunque con forro francés.

-Fuma un tabaco repugnante.

 

Sin embargo, posee buenas cualidades. Más que a mí, ama mi noble arte. A veces, cuando, antes de iniciarse la función, anuncian que yo no puedo cantar por enfermedad (es decir, porque se me ha metido en la cabeza algún capricho), él va y viene como abatido, apretando los puños.

No es cobarde ni teme a nadie. Es lo que más me gusta en las personas. Les contaré un pequeño episodio de mi vida. Fue en París, un año después de graduarme en el Conservatorio. Yo era entonces muy joven y sólo empezaba a aprender a beber. Todas las noches coma una juerga que duraba cuanto duraban mis fuerzas, juveniles y frescas. Huelga decir que las orgías las realizaba acompañada. En una de ellas, mientras chocaba mi copa con uno de mis ilustres admiradores, se acercó a la mesa un muchacho feo y desconocido que, mirándome directamente a los ojos, me preguntó:

—¿Por qué bebe usted?

Nos echamos a reír, pero el muchacho no se turbó. Su segunda pregunta fue todavía más osada, con un comentario que le salía del alma:

—¿De qué se ríen? Los canallas que ahora la emborrachan no le darán ni un ochavo cuando, a fuerza de beber, se le estropee a usted la voz y se encuentre en la miseria.

¿Qué les parece la insolencia? Mis acompañantes armaron gran alboroto. Yo, en cambio, senté al muchacho a mi lado y pedí vino para él. Resultó que el amigo de la abstinencia bebía como el que más. À propos[95], le llamo “muchacho” solamente porque tenía unos bigotillos muy pequeños.

 

Le pagué su osadía casándome con él. Habla poquísimo. Suele decir una sola palabra; la pronuncia con voz cavernosa, trepidante la garganta y convulsivo el rostro. Cuando más la repite es cuando se halla rodeado de gente, en banquetes o en bailes… Si alguien, sea quien fuere, miente, él levanta la cabeza y, sin mirar a nadie ni reparar en nada, replica:

—¡Mentira!

 

Es su palabra predilecta. ¿Qué mujer puede resistir el fulgor de ojos con que se pronuncia esta palabra? A mí me encanta la palabra misma, y el brillo de sus ojos, y el temblor convulsivo de su cara. No todo el mundo sabe emplear este término saludable y audaz; mi marido, en cambio, lo suelta siempre y en cualquier parte.

Le amo a veces, y este “a veces”, según recuerdo, coincide con los momentos en que pronuncia esa excelente palabra. Aunque, en realidad, Dios sabe por qué le querré. Entiendo muy poco de psicología y, al parecer, éste es un asunto psicológico…-.

Esta carta está escrita en francés, con una letra magnífica, casi masculina. En ella no hallaréis ni una sola falta de ortografía.

 

(De Cuentos Completos, edición de Paul Viejo. El cuento El y ella fue traducido por Luis Abollado, se publicó por primera vez en El provecho mundano, número 26, del 23 de julio de 1882. Lo firmó como «A. Chejonté» y recibió numerosas menciones en los medios de la época destacando el gran interés de Chéjov en el teatro, la psicología y las escenas cotidianas.)

6 comentarios para “Él y ella

  1. CHEJOV…GENIO DE GENIOS EL CUENTOS…tan descriptivo y sugerente a la vez…sus historias parecen ciertas o de ficción…y dejan Marca en el inconsciente…difíciles de olvidar

  2. «Ella es una cantante célebre. Él no pasa de ser el marido de ella». 😀 Chéjov, escribía, como si estuviera manteniendo un diálogo con un amigo en la mesa, así dicen… Es estupendo leer sus cuentos, viajamos con sus personajes y hasta sentimos esa hartura de la compañía cuando aburre la monotonía…
    Gracias.

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