Por:

Gianfranco Hereña

Acabo de terminar de leer «República Luminosa», libro cuyo autor es Andrés Barba, ganador del Premio Herralde de Novela 2017. Lo primero que viene a mi mente tras haberme desembarcado de la lectura, es en el paralelo (a drede o no) que hace el autor respecto a la infancia y el lenguaje. Me explico, ocurre que en la novela de Barba, un grupo de chiquillos alborota el orden preestablecido del pueblo, San Cristóbal, una república imaginaria cuya mayor virtud parece ser la vegetación que la rodea y esa tensa pero ideal calma que gobierna a los adultos sumergidos en sus rutinas.

Es aquí donde empieza a nacer el paralelo: los niños hablan un idioma diferente lo que genera, además de confusiones, un juicio valorativo. Al hablar otra lengua, los niños son considerados salvajes. Esto, que luego se refuerza con escenas donde los chiquillos toman por asalto al pueblo y resquebrajan el orden a su antojo, empezando a generar miedo entre sus habitantes. Nadie entiende el porqué lo hacen ni tampoco cómo se organizan. Existe en sus fechorías, además de una profunda irreverencia, un instinto primitivo de libertad que en el fondo, ellos también envidian.  La pandilla es tan hábil que tras perpetrar sus pequeños (grandes) crímenes, desaparecen sin dejar huella. Hecha la travesura, que a veces cobra vidas en su transcurso, es cuando finalmente se convierte en un problema que las autoridades proponen erradicar.

La confusión trasciende aún más cuando de pronto los niños del pueblo son los únicos capaces de entender el idioma de los «otros» niños, poniendo el balón en el terreno de la subjetividad ¿Es realmente el idioma lo que no se entiende o la capacidad de no asumir la infancia desde ojos de adulto? Lo interesante aquí es que estos niños «bien», luego de entender el idioma de la pandilla, también empiezan a tener conductas hostiles, generando a la postre una revolución que no discrimina incluso a sus propios padres.

Me es inevitable relacionar esto con Los capitanes de la arena, de Jorge Amado o con El señor de las moscas que revalorizan la figura del niño como protagonista. Hay, además de la intención de mostrar las grietas por donde se cuelan las diferencias entre adultos y niños, un intención clara por desnudar los conflictos cotidianos de los personajes.

Maia, esposa de la voz que narra, cobra un protagonismo discreto pero efectivo. Su presencia marca el ritmo, el dolor y los desencuentros a los que se enfrenta su esposo mientras trata de resolver el misterio de los niños salvajes en el pueblo. Hay, además, un temor que lo ronda constantemente : su hijastra ronda la edad de los niños. ¿Será acaso ella la próxima en unirse a la banda?

Lejos de ser un relato de collera adolescente o un relato propiamente del «yo», Barba consigue algo parecido a un híbrido. Se plantea como una víctima de lo ocurrido, recurriendo a una voz que yace a medio camino entre la melancolía y la nostalgia, 25 años después del hecho inicial pero también como alguien que ha reflexionado inevitablemente sobre lo que ocurrió, atribuyéndole al hecho un punto de vista personal, que sangra a través de párrafos bastante bien logrados.

Sin duda alguna, recomendable.

 

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