Por Claudia Salazar Jiménez

A Salvador Raggio

 

7 de diciembre de 2012

 

Apreciado amigo:

 

 

Ante tu solicitud de escribir un relato para la antología que has decidido emprender, tengo que escribirte esta carta. Tú sabes que para mí la escritura puede ser un ejercicio doloroso y hay momentos en que, simplemente, no me sale, Salvador (a veces me pregunto si tu nombre es signo de algo). Sé que has leído mis diarios, que reverberan de notas sobre esta imposibilidad que me corroe, que me exaspera, que me pesa por toneladas frente al papel que se hace inmenso. A veces siento que no puedo escribir, que sólo garabateo ideas. ¿Cuántas veces te he pedido una extensión del plazo para enviarte mis escritos? ¿Cuatro? ¿Cinco veces? Sé que tu paciencia tiene límites y no me queda voluntad para reprochártelo. Estoy aquí, escribiendo, pero escribiendo mal porque no me queda otra alternativa (una vez le escribí esa frase exacta a Felice); si no lo hiciera, te confieso que caería en la desesperación. De todos modos, no puedo mandarte nada, no hay nada digno de ser leído por otro y, menos aún, de ser publicado.

¿Cómo puedo escribir si miro mis manos y me parecen masas de forma indefinida? Apenas puedo coger la cuchara para probar un bocado. El otro día una joven, compañera del trabajo, intentó ayudarme, pero la rechacé. Es suficiente la cotidiana humillación de que mis manos hayan perdido cierta forma humana. No quiero sobre mí sus ojos de compasión.

Eso fue lo que sucedió, Salvador. Me convocaste y volví a la vida. Debo decirte que no has sido el primero en hacerlo desde que tosí por última vez esa descarga de hemoptisis cuyo dolor aún recuerdo. Siempre sucede así, alguien habla de “lo kafkiano” y vuelvo a abrir los ojos, mi cuerpo se reanima por algunas horas y luego, la nada. Caigo nuevamente en la no existencia. Pero esta vez ha sido diferente. Quizás porque me hiciste el pedido directamente a mí. Ya no fue algo efímero, cosa de minutos en que le duraba la atención a alguien sobre ese adjetivo. Esta vez he podido permanecer. He vuelto a la vida pero mi cuerpo sigue siendo el mismo de antes, con toda su carga de dolores, articulaciones crujientes y espasmos. Te escribo esto y la tos nuevamente me ataca. Como te dije, me cuesta aceptar la forma de mis manos y ya ni te diré lo difícil que es hacer que cumplan con todo lo que quiero.He notado que mi cuerpo no está muy conservado, la muerte no pasa en vano sobre uno.

Así estaba yo esa mañana que me convocaste, viendo cómo mi cuerpo volvía a la vida. Te diré que el brillo del sol en mi cara fue la mejor sensación que he experimentado nunca. Mirar hacia el origen del brillo fue un baño de tranquilidad. Ahí estaba el mundo, entero para mí. No más padre, ni madre, ni Felice, ni Milena. Desconectado de todo vínculo familiar o romántico, podría ser, por fin, libre; sumergirme en la existencia sin darle cuentas a nadie. Yo, solo, en esta tierra nueva. Lo pensé bien, y me sentí un explorador, no dejaría que nada me atemorizara (quise olvidar mis manos). Todo un territorio por explorar en este continente nuevo, en este país del norte que se me ofrecía como la cifra de las posibilidades.

Pasaron un par de días en esta especie de éxtasis. Fui adaptándome nuevamente a este cuerpo; pero tú sabes, Salvador, que al cuerpo no se lo puede engañar. Eso que llamamos hambre y sed, no es algo de lo que fácilmente se pueda huir. Dadas mis circunstancias, no tenía otra opción que hacer lo que cualquiera en mi situación hubiera hecho: conseguir un empleo.

Te ahorro el penoso relato de lo imposible que fue para mí adquirir un trabajo de abogado, funcionario o comerciante. Me pedían papeles, documentos, curriculum (cualquier experiencia previa no servía, no tendría sentido si certificaban las fechas).La mayoría no podía dejar de mirar mis manos, mi rostro, mis brazos. Casi nadie me entendía. Yo agitaba mis brazos y los estiraba a ver si quizás con gestos podría lograr un poco de comprensión, pero ni así. Algunos se espantaban de ver mis manos estiradas y me echaban de sus oficinas. Tampoco tenía un techo bajo el cual cobijarme, así que mi ropa iba adquiriendo una delgada capa de suciedad y ni qué decirte de los olores que seguramente despedía mi cuerpo. Me avergüenzo sólo de recordarlo. La sensación de aventura se licuaba en medio del estómago, donde el hambre vibraba en un barullo constante.

Un alma generosa me dio las instrucciones para conseguir un trabajo bastante humilde en el que nadie me pediría ningún documento y me pagarían por horas. Ni siquiera hacía falta experiencia. Intenté hablarles de mí, pero las palabras salían de mi boca y nadie me entendía. Extrañamente, yo sí podía entender cada palabra que salía de los labios de ellos. Algunos incluso hicieron el esfuerzo de comunicarse por señas conmigo. La labor no era nada difícil, en realidad. El trabajo era en un restaurante, con un sueldo bajísimo por horas. Sé que ya lo adivinaste. Me pusieron a lavar platos.

Soy diligente. Voy cada día muy temprano y me acomodo un delantal negro. Un par de guantes de material extraño (goma, según les entendí) me cubren las manos. Esto me alivia, ya que su rareza pasa desapercibida. Nunca he visto tantos platos juntos, Salvador. Discos blancos que se acumulan incansablemente. Algunos todavía tienen restos de comida (mis compañeros los devoran, yo no pude atreverme). Somos dos los encargados de esta tarea. Hay que dedicarse a cada plato individualmente, con cuidado. Primero pasarlo por agua, después embadurnarlo con detergente, lentamente (el dueño es un poco avaro y nos dice que ahorremos ese líquido de limpieza), esparcirlo con la esponja hasta dejarlo limpio. Luego ponerlo todo dentro de la máquina que los desinfecta. “No quiero quejas de clientes. Si el dueño pierde su licencia por un problema de salubridad, me va a despedir. Y ustedes se van conmigo…”, nos recuerda el administrador cada tres horas. Mis brazos se mueven casi por sí mismos. Yo prefiero no pensar en nada. Ni siquiera me doy ya el trabajo de hablar con mis compañeros. Me llaman, con cierta gracia, “el alemán”. “Porque no se te entiende lo que hablas, parece alemán”, me dicen y dan de carcajadas. Yo sonrío porque, en efecto y aunque ellos no lo saben, yo hablo alemán.

No sé de dónde sacan esas fuerzas para reírse. Casi todos pasamos en esa cocina unas catorce horas al día. No sé qué tipo de restaurante es, pero los platos nunca dejan de llegar. Fluyen como si se tratara de una línea de producción infinita. Además de quienes lavamos los platos, también están los que cortan las verduras y dejan todo listo para que los jefes de cocina hagan las mezclas. A mí se me acumulan los platos y a ellos todo un cargamento de zanahorias, brócolis, lechugas, tomates, pasas, acelgas, no te cuento más porque la lista es larga, Salvador. De este desorden vegetal, mis compañeros extraen una armonía que podría dejarte alucinado. Retiran todo lo superfluo de las legumbres y dejan trozos perfectos, alineados, como soldados listos para la batalla. Un regimiento verde, en suma. Te confieso que les envidio la precisión, esa tranquilidad que ellos tienen para trabajar. Escribir así, coger las palabras que reverberan desordenadas en mi cabeza y hacerlas pasar por ese tamiz de orden purificador sobre el papel en blanco. Temo, Salvador, que no podré cumplir con el pedido que me hiciste. Me hace falta ese cuchillo que corte las palabras para entregártelas en un plato apetitoso.

No tengo esa facilidad para escribir. Al caer la noche, mi cuerpo, siempre débil y enfermizo, cae rendido sobre el colchón que me acoge por unas pocas horas. No tengo casa aquí. Vivo. No, vivir es un verbo excesivo. ¿Habito? por unas cuantas horas una cama. Sí, Salvador, por horas. El escaso sueldo que gano lavando esos infinitos platos no me alcanzan para más. Somos ocho los que dormimos dentro de este cuarto entre las diez de la noche y las seis de la mañana. A esa hora exacta, otros ocho llegan para tomar posesión temporal de ese espacio de sueño. Sé que hay otros cuartos en la casa, pero no sé cuántos más. Apenas tenemos permiso para ir directamente a la habitación y la cama que nos corresponde. Así vivimos (¿vivimos?), turnándonos. Las camas están calientes, siempre reciben un cuerpo agotado. La habitación contiene solo los cuatro camarotes que nos alojan y nos organiza cada noche.

Usualmente estoy muy cansado, pero eso no significa que me duerma al instante. El insomnio hace pasto de mí. A veces es bueno, porque así garabateo mucho en un cuadernito que llevo siempre conmigo. No sale nada publicable, como te digo, pero escribo para no desesperarme. Da lo mismo que sea diciembre de 1912 o de 2012, la desesperación que acecha es la misma. Ahora que veo las fechas, me doy cuenta de algo. ¿Sabes que hace exactamente un siglo terminé uno de los relatos de los que me siento más orgulloso? Sí, el de aquel viajante de comercio que despertó un día transformado. Me costó mucho hacerlo, pues ciertos viajes y obligaciones me cortaban el ritmo de la escritura. Pero en esos oasis de tiempo que me permitía para escribirlo tendrías que haber visto cómo bailaban las palabras, Salvador, ¡cómo bailaban! Ya no eran mis compañeros de trabajo transformando los vegetales bajo sus cuchillos, no. Yo era el chef que creaba una melodía culinaria. Esa es la imagen justa. En esos momentos mi escritura era un banquete.

(No sé por qué hago estas comparaciones. Me ha dado hambre).

Después de aquel episodio humillante con la sopa, prefiero evitar cualquier tipo de comida que implique el uso de utensilios. Por suerte tengo conmigo algunas nueces, pan y yogur. Los engullo muy lentamente. Hay que hacerlos durar. Eso es lo poco que quedó después que tuviera que salir intempestivamente de casa. Luego te diré lo que pasó. Pero primero déjame contarte una anécdota que me sucedió antes de tener que salir así (los acontecimientos parecen acumularse luego de una ráfaga incontable de tedio).

Con tantas veces que he vuelto a la vida, entendí que algo estaba pasando con ese adjetivo: kafkiano, pero no había podido saber exactamente qué era lo que sucedía hasta ayer. Ojeando uno de esos periódicos gratuitos que dan en ese tren que parece gusano de alcantarilla, vi que anunciaban un congreso en cuyo título el dichoso adjetivo aparecía resaltado. Vi la dirección y la tenía en la ruta, así que decidí ir. Mi jefe me miró de una manera extraña cuando le pedí permiso para retirarme. Esperaba que se opusiera y ya tenía listo lo que le diría pero, extrañamente, no se opuso. Salí del trabajo velozmente. Abandoné el turno de la noche, dejé que los platos siguieran su acumulación infinita y sinsentido, y me dirigí a ese lugar.

Tú sabes que soy muy tímido y nada dado a estas cuestiones donde hay mucha gente agrupada. El edificio en el que se realizaba ese congreso tenía unas líneas algo extrañas, eran rígidas pero al mismo tiempo daban la impresión de que se doblaban sobre mí. El arquitecto había conseguido ablandar la rigidez de los materiales y hacer que las líneas casi abrazaran a sus visitantes, como si nos diera la bienvenida. Con esa cálida y añorada sensación, me interné en los salones del lugar. Ya estaban hablando sobre lo kafkiano. Escuché varias presentaciones y me fui dando cuenta de que estaban hablando de mis escritos no publicados. Me quise matar. Ya estaba muerto pero me quise matar. Me enteré también de que fue responsabilidad de Max… No creas que se lo agradezco. Había tanto por corregir, tanto… Y pensar que yo quería pulirlos un par de veces más; pero la tisis es así, una vez que te toma no te suelta. A mí no me soltó hasta llevarme al otro lado y ya no tuve tiempo para pulirlos. Le dije a Max que se deshiciera de mis manuscritos, aunque te confieso que no estaba del todo seguro cuando se lo pedí.

A pesar de ello, me sentí traicionado. Cierto fastidio, una cólera arenosa brotó sin que quisiera impedirlo. “Esos libros nunca debieron ser publicados”, grité. El silencio tomó forma. “No se respetó mi decisión final de eliminarlos”. Todos me miraban, algunos ya cuchicheaban con el que tenían al lado, otros contenían la risa. Eso me fastidió más. “Soy Franz Kafka”. Y el murmullo se volvió un estruendo. Se acercaron dos encargados de seguridad y me sacaron del edificio con poca cortesía, debo decir que no les facilité el trabajo.

No había notado que alguien venía detrás de mí. Era un chico bastante joven, quizás tendría unos veinte años. Me dijo que era periodista y que estaba cubriendo el evento pero que las presentaciones ya comenzaban a ser repetitivas y quería fumar. Mientras encendía el cigarro me miró detenidamente, de seguro que la capa de polvo de mi traje no le fue indiferente.  “Frankie, la mejor manera de salir de tu miseria es escribir libros de autoayuda”, me dijo, con una sonrisa algo pícara. “¿De qué?” Me tomó del brazo y me llevó a un rincón más apartado, alejándonos de los tipos de seguridad que seguían al acecho. Seguramente ya los académicos habían olvidado mi presencia. El periodista me contó que son unos libros que le dicen a la gente cómo ser feliz o cómo salir de sus problemas, paso a paso. No podía creer lo que estaba escuchando. Pero si yo fuera feliz, ¿acaso me importaría darle recetas a la gente? ¿Acaso la felicidad no es por sí misma algo tan individual que es difícil de repetir o reproducir? Eso sin pensar en el problema de su definición básica: ¿qué es la felicidad? Ya muchos escribieron antes sobre eso. Recuerdo en este momento al buen Epicuro, aunque su hedonismo no es realmente mi estilo.

El periodista me escuchaba con un gesto neutro. Continuó fumando sin decir nada hasta que terminó. Pisó la colilla y me dio una palmadita en el hombro derecho. Un poco de polvo subió. “Que te vaya bien, Frankie”. El edificio lo abrazó nuevamente y emprendí un largo paseo rumbo a mi hospedaje. Caminé por un buen rato y pude ver salir a los que ocupaban las camas por las ocho horas anteriores. Me acomodé en mi camarote y escribí en mi cuadernito. Se me ocurrió un título: “La alegría de los platos”. Comí un par de nueces. Me quedé mirando ese título algunos minutos. Comí un trozo de pan. Ridículo. Como si fuera un cuchillo, tomé fuertemente el lápiz y taché ese título. A quién se le puede ocurrir eso. Extrañamente, el insomnio no vino a visitarme esa noche y dormí bastante tranquilo.

Me despertaron unas voces que gritaron tres veces “¡La migra, la migra, la migra!”. No entendí a qué se referían pero un gran barullo recorrió el cuarto y vi que todos se levantaban apresurados. Yo no sabía bien qué hacer. Unos se calzaban como podían, otros se ponían algo de ropa. Uno de ellos, al que yo identificaba secretamente como el de ojos porosos, temblando (¿era miedo?) me tiró del brazo y me dijo que nos fuéramos, que teníamos que salir. Debió haber notado mi gesto que se traducía en un “¿Por qué?”. “Así nos tienen, Francisco, nos persiguen”. No sé bien por qué se quedó conmigo, esperando que me calzara. La velocidad con la que salieron todos del cuarto y de la casa fue impresionante. Los vi desperdigarse por la calle como si fueran bichos escurridizos y yo uno más de ellos. Corrimos, corrimos como insectos, y seguimos corriendo hasta que las luces y el ruido de las sirenas se perdieron a la distancia. Quién diría que este cuerpo todavía podía correr así. No debería quejarme tanto de él.

Así están las cosas, Salvador, me toca buscar un nuevo lugar donde poder dormir. Todavía tengo el trabajo de los platos, mi jefe no me dijo nada. Hace poco he notado que la pila de vajilla ha crecido el doble, lo que me obliga a aumentar la velocidad y tomar un par de horas más para poder cumplir mis labores. Ya te imaginarás cómo terminan mis días.

Luego no digas que no te avisé, Salvador: se me hace imposible escribir. No sé cuánto tiempo seguiré despierto en este cuerpo. Ojalá que los días me alcancen para enviarte esta carta. Te pediría que, en cuando termines de leerla, la quemes. Hazme caso, por favor, no me falles como el buen Max.

 

Tuyo,

Franz K.

 

3 comentarios para “Carta a Salvador

  1. Claudia.

    No recuerdo ya a que autor se lo leí. Roba las ideas. ¿Y por qué no?
    Las ideas son siempre las mismas. Ellas nos dan una base sólida, sólo queda ponerle un lindo vestido y soltarlo a su suerte. Y cual sería aquí el caso. La necesidad de sobrevivir utilizando el recurso de la explotación de aquel gozando, si es que después de la muerte hay algún gozo, del consagrado.

    Bien hecho.

    Buenas letras.

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