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(CUENTO) Una tableta más salió de la gran máquina. Cómo las otras, tenía el tamaño de una galleta. Su color negro hacía pensar que se trataba de un elemento tóxico. Pero no era así. Era el resultado de un trabajo de años. Millones invertidos en investigación por fin daban fruto.

 

Por:
Carlos de la Torre Paredes

 

Los ratones y conejos estaban en óptimas condiciones.
Era posible fabricar alimento con partículas solares.

 

El mundo cambiaría gracias a ellos.

 

Una tableta más salió de la gran máquina. Cómo las otras, tenía el tamaño de una galleta. Su color negro hacía pensar que se trataba de un elemento tóxico. Pero no era así. Era el resultado de un trabajo de años. Millones invertidos en investigación por fin daban fruto.

 

Los científicos no terminaban de creerlo. Uno de ellos empezó a llorar. Los demás lo siguieron. Se abrazaron. Lanzaron rugidos de emoción. Todo valió la pena.

 

Con la mano temblorosa, Víctor prendió un cigarrillo. Habló a su equipo.

 

–          Señores, señoras. Lo logramos. Luego de quince años de investigación. Millones gastados en estas máquinas. Una tras otra. Experimentando. Y al fin lo logramos. Es un gran momento. Les aseguro que pasaremos a la historia.

 

–          ¡Bravo! – gritó uno y todos empezaron a aplaudir.

 

–          Sé que ha sido difícil, estos años han sido complicados para todos y para nuestras familias. Pero valió la pena. Valió la pena. Ese aplauso es para ustedes, se lo merecen. Ya podremos dejar esta montaña. Han sido quince largos años acá escondidos. Pero miren la belleza que produjimos. Daremos pan al hombre. Encontramos el maná. Sí. El maná señores y señoras. Por milenios el hombre lo ha buscado. Y aquí lo tenemos. Mírenlo. Alimento de estrellas. Partículas de vida.

 

–          El hombre no volverá a sentir hambre.

 

–          Así es doctora Cerna. Así es. El ser humano entrará en una nueva etapa. Hemos dado un giro a la historia. Habrá un antes y un después de nosotros. Podemos darnos por satisfechos.

 

Y los científicos volvieron a aplaudir hasta que les ardieron las manos. Todos llenos de júbilo.
El doctor Víctor pidió silencio. Caminó hasta el teléfono azul que decoraba los infinitos azulejos blancos, levantó el auricular y presionó el único botón.

 

Esperó unos segundos.

 

–          Señor presidente.
<<Lo conseguimos. La máquina funciona>>

 

<<Gracias señor presidente. Le haré llegar sus palabras a todo el equipo>>
Y colgó el teléfono.

 

–          El presidente envía felicitaciones a todos. Dice que hará lo posible por visitarnos en los próximos días. Ahora… hay que probarlo.

 

El doctor Alvarado fue hacia una repisa y tomó un bisturí y un plato. Caminó hacia la máquina, puso la galleta sobre el plato y se acercó a una pequeña mesa deslizante.

 

–          Le corresponde a usted cortarlo doctor – dijo dirigiéndose a Víctor.

 

El bisturí pasó de una mano a otra y el científico empezó a cortar la pequeña masa cuadrada. Se preocupó de partirla milimétricamente: era sólida. Dieciséis pedazos.

 

Cada científico tomó un trocito de la galleta y lo olieron. No olía a nada. Al “provecho” del doctor Víctor, todos se la llevaron a la boca.

 

Más de la mitad tuvo que escupirla.
Era realmente nauseabunda. Pero contenía los nutrientes básicos para que el ser humano sobreviva. Tendrían que acostumbrarse. El doctor Víctor fue el primero en tragarla. Tenía un gesto de desagrado y nausea en el rostro.
–          Bueno. El sabor se arreglará – dijo al fin.
–          Tal vez nos precipitamos – comentó el doctor Ramírez.
–          Nada de eso. Conseguimos un elemento nutritivo con partículas solares. Hemos resuelto el mayor problema del mundo. La gente tendrá que acostumbrarse si es que no les gusta. Pero le aseguro doctor, que en menos de lo que canta el gallo, se fabricarán saborizantes adecuados.
–          No estoy del todo seguro doctor. Creo que el proceso debería llevarse a cabo en la misma elaboración del producto.
–          Doctor. Ya tenemos lo que necesitábamos. Encontramos el maná. Qué interesa si es agradable o no al paladar. El hecho es que puede comerse. Y lo comerán. No perderemos otro año investigando cómo saborizarlo adecuadamente. El UVC35 es lo que nos encargaron encontrar. Y lo hemos encontrado.

 

–          Comprendo su punto Doctor. Pero sin embargo… esto es nauseabundo.

 

El lugar se quedó en silencio por unos segundos.

 

–          Doctor, tal vez, el doctor Ramírez tenga razón – se aventuró a decir la doctora Cerna.

 

Víctor sacó otro cigarrillo del bolsillo y lo prendió. Parecía ofuscado. Dio una calada. Exhaló.

 

–          Ya se lo comuniqué al presidente. Es tarde para cualquier reflexión. Tenemos lo que buscamos. Para lo que nos contrató el Estado. Yo les pregunto ¿acaso ustedes van a comerlo? ¿Le darían a sus hijos esto que hemos creado? ¿Así fuera delicioso, lo harían? Háganme el favor. Si fueran a comerlo, pues preocúpense por el sabor. Hay gente muriendo de hambre alrededor del mundo y ustedes preocupados por banalidades, como el gusto de algo que ni siquiera consumirán.

 

Todos quedaron helados. No esperaron semejante reacción de quien había sido su jefe por años. Debía estar realmente ofuscado.
–          Pero está bien. Llamaré al presidente. Le diré que hay algunas correcciones que hacer y que el experimento tardará aún seis meses… Lo haré por la mañana. Ahora vayan todos con sus familias. Hay que descansar.

 

Los departamentos construidos en la roca albergaban a un total de veinte familias; seis, de los soldados que resguardaban el lugar.

 

¿Era necesaria tanta seguridad? ¿Tanto secreto?

 

Sí. Nadie debía enterarse de lo que estaban haciendo. Hubiese sido extremadamente peligroso. Todas las demás naciones lo hubieran considerado un problema, o una ventaja que robar.

 

Víctor se preguntaba por qué el presidente no le contestó. Solía ser cordial. Levantaron el teléfono, pero además de una tenue respiración, no hubo respuesta del otro lado. No importaba.

 

Quince años oculto. Víctor ya estaba cansado. Todos lo estaban. Lo que sucedió él lo comprendía, era parte del estrés de los científicos: encontraron imperfección en la perfección. Así funciona el cerebro humano.

 

Unos meses más, pensó. Miró a su familia. Su hijo había nacido en la caverna. Ya estaba grande, ya pronto desearía mujeres.
Tocaron la puerta.
Víctor abrió despreocupadamente.
Frente a él un hombre con pasamontañas.
–          Doctor Víctor. Le agradecemos sus servicios – y un silbido tenue atravesó el vientre del científico.

 

 

 

Sobre el autor:
carlosdelatorre
(Lima, 1988)
Escritor, bachiller en politología por la Universidad Nacional Federico Villarreal, y miembro de la ONG Ars Reditum. Su novela Los viejos salvajes fue galardonada en el IV Premio Nacional de Novela Breve de la CPL y  ha publicado Campos de batalla novela épica fantástica publicada el 2013 bajo el sello de Ediciones Altazor.

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