embajadaEvaristo cogió la pelota desde su arco. La llevaba pegada al pie. Se sacó a un jugador rival, luego a otro defensa y quedó solo frente a la portería. En ese instante -que parecía eterno-, Tito le quitó el esférico con una notable barrida y emprendió  el contragolpe de su escuadra. La tocó al Árabe que se la devolvió haciendo una pared. Dejaron dos rivales atrás. Tito con una gambeta se libró de uno y quedó frente al arquero. Supo que había entrado cuando el equipo entonó esa palabra bendita de tres letras, que alarga su única vocal cuando se consigue: Gol.

Era 22 abril de 1997. El encuentro de fulbito se jugaba en pleno otoño, una tarde donde el gran salón sería el estadio y un par de sillas, una a cada lado, los arcos. El campo estaba decorado con fusiles Kalashnikov, banderolas que colgaban con la imagen de Túpac Amaru y granadas tipo piña. Ahí se enfrentaban dos equipos de cuatro jugadores cada uno.

El reloj marcaba las tres y veinte de la tarde. Las barridas, los codazos, los cierres, las  atajadas y las mentadas de madre estaban a la orden del día. Su respiración se hacía más intensa pero el partido seguía uno a cero a favor del equipo de Tito. Cuando el  Árabe se sacó al primer defensa y pateó a cinco metros de distancia, dio la impresión que la pelota ingresaba. Coné, el portero, sacó rápido y se la dio a Evaristo.  El remate se dirigía a la portería rival. En ese momento, el estallido de una bomba sonó cual silbatazo final. Evaristo quedó inconsciente por unos segundos – la explosión lo había arrojado diez metros-. Cuando volvió en sí, levantó la mirada y en su mente brotó una catarata de recuerdos de cómo había empezado todo.

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Habían pasado 126 días, y muchas más lágrimas, desde que él y trece camaradas tomaron la casa del embajador de Japón en Perú. Evaristo Cartulini era el líder del “Movimiento Revolucionario Túpac Amaru”. Eran las 8 de la noche del 17 de diciembre de1996, cuando irrumpieron en una fiesta que reunió a la ‘crema y nata’ de la sociedad limeña. Secuestraron a todos los presentes –cerca de 600- con la consigna de intercambiarlos por compañeros presos. Al final junto a sus compañeros decidieron irlos liberando poco a poco. Primero fueron 106 rehenes, luego cinco,  después 38 y, así, hasta que finalmente solo quedaban 72 a comienzos de 1997.

La toma de la embajada hizo que los fantasmas de los coches bombas, los perros colgados en los postes y los apagones a cualquier hora regresen a la mente de todos los peruanos. Eso era parte del plan.

El presidente de la República comenzó las conversaciones para tratar de encontrar una solución pacífica. Conformaron un grupo para  entablar una mesa de diálogo entre el gobierno y los terroristas.  Estás reuniones estaban programadas al medio día y podía durar una o dos horas. Las conversaciones parecían ser la solución pero ninguno cedía, ni los terroristas, ni el gobierno.

Todo seguía su rumbo hasta que una mañana, a fines de febrero, escucharon ruidos en el suelo, como si escarbaran. Fue ahí cuando Evaristo temió un intento de liberación por parte de las Fuerzas Armadas. Avisó a sus compañeros de esto y  decidieron mover a los rehenes al segundo piso.  En la búsqueda de acomodarlos encontraron un balón de fútbol en uno de los cuartos.

Esa mañana se dejaron seducir por aquella gordita de paños de cuero.  Evaristo instauró los partidos de fulbito, porque le recordaban a su niñez en La Victoria. ¡Qué fácil era la vida por esos tiempos cuando lo único que te preocupaba era  moverla bien para meter un gol!, susurró.

Tito y el Árabe propusieron jugar después de las negociaciones. A esa hora, no tendrían espectadores indeseados, porque la prensa estaría concentrada en los resultados de las reuniones. Además, creyeron que no serían sorprendidos por un ataque de liberación, ya que asumieron que este sería de noche. De  tres a cuatro de la tarde era el momento perfecto para el fútbol y aprovecharon para nombrar a Evaristo como capitán de un equipo y a Tito del otro.

El fútbol se hizo necesario a fines de marzo cuando se enteraron por radio que los ruidos provenían de la construcción de túneles para rescatar a los rehenes. Evaristo, Tito y el Árabe anunciaron el fin de las negociaciones porque sintieron que el gobierno les quería sacar tarjeta roja. Desde ahí crecieron las tensiones y los temores de los captores. Sospecharon que algo no iba bien.

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Evaristo seguía en el suelo sabía que al dejarse seducir por aquel balón, empezó a escribir su derrota. Se levantó y trató de coger su arma. Dio unos pasos y vio que la gloria se diluía frente a sus ojos. Mientras intentaba subir por las escalones miraba como caía cada uno de sus compañeros. Sintió su cuerpo lleno de huecos y a su vida escurriéndose por ellos.

Un grupo de comandos de las Fuerzas Armadas habían ingresado a la casa del embajador para liberar a los secuestrados. Después de 36 minutos de intensa lucha, todos –los comando y los rehenes- estaban afuera de la residencia. Se abrazaron, gritaron, sonrieron y empezaron a entonar el himno nacional. Nunca tuvo más sentido cantar somos libres, seámoslo siempre que esa tarde de otoño cuando la luz se hizo al final del partido.

 

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