La última palabra, nueva novela de Hanif Kureishi, podría ser definida como un largo juego de espejos. Un juego serio, si se quiere, con pretensiones nada inocentes, pero un juego en última instancia, un razonado divertimento. Publicado en 2014 y traducido en ese mismo año, este libro de casi trescientas páginas cuenta la historia de la escritura de otro libro: la biografía de un viejo dios literario de origen indio elaborada por un joven británico ansioso de hacerse un nombre. Kureishi toca, por la vía de la irreverencia, temas que suelen asociarse con ceños fruncidos y rictus de boca: la identidad, la raza, la política, el amor, la vejez, el sexo, el sexo en la vejez. Se trata, a todas luces, de un proyecto ambivalente. E, irónicamente, el resultado es también ambiguo.

Por:

Danilo Raá

Harry Johnson, escritor en ciernes –alto, rubio, guapo, hípereducado–, es contratado por Rob Deveraux, un excéntrico editor con serios problemas de alcoholismo, para escribir la biografía de Mamoon Azam, un consagrado autor indio que, pese a su enorme prestigio, necesita elevar sus ventas para sostener su nivel de vida. La biografía será, pues, una forma de relanzamiento, y necesita, por ello, ser audaz y contundente. Para tal efecto, Harry tiene que mudarse a Prospects House, la campiña inglesa que Mamoon comparte con Liana, su mujer, una italiana cincuentona y frívola que se siente, en propias palabras, como la mujer de Tolstói. Allí se iniciará un intercambio feroz. Harry se entera de la trepidante vida que ha llevado su biografiado, vida que incluye romances enfermizos, sexualidad desbocada, tensiones familiares y altísima literatura. En especial, dos mujeres resultan determinantes para él: Peggy, su primera esposa, que lo amó incondicionalmente y que murió al borde mismo de la locura; y Marion, su amante latino-estadounidense, que lo abrió a la sexualidad y a la que vejó en ese mismo terreno.

Hanif Kureishi (Londres, 5 de diciembre de 1954) es un novelista, autor teatral, guionista y director de cine británico, hijo de inglesa y pakistaní. Se crio en Bromley. Comenzó a escribir a los 12 años, aunque lo que deseaba era convertirse en jugador profesional de críquet. Después de estudiar filosofía en la Universidad de Londres, decidió dedicarse a escribir obras de teatro mientras trabajaba como mecanógrafo en los estudios Riverside de Londres. Su primer guion teatral, La madre patria, ganó el premio de la Thames Television en 1980, lo que propició su nombramiento como autor fijo del teatro Royal Court. Desde entonces no ha parado de escribir tanto novelas como guiones como obras de teatro. Trata temas como la inmigración, el racismo o la sexualidad en sus escritos. En sus novelas trata el problema de la identidad.

El retrato que Harry proyecta es el de un hombre excesivo y contradictorio, una especie de monstruo divino, un genio de lo maldito. Sin embargo, él mismo no saldrá indemne de este encuentro. Mamoon se las arreglará para sacar a la luz los propios fantasmas del joven. La muerte de su madre, otra mujer inestable de quien su padre dijera: “para mí no era más que otra chica”; su sosa relación con Alice, una muchacha dedicada a la moda que no pone el más mínimo esfuerzo por comprenderlo ni apoyarlo; sus constantes infidelidades, como un vicio incontrolable; el abismo entre su excelente educación y su escaso talento… Todo eso hará que Harry pase un infierno similar al que quiere registrar en el libro que escribe. La presencia de Alice en Prospects House, su peligroso acercamiento al anciano escritor, los intercambios sexuales de Harry con una criada y la forma en que Liana interfiere con la biografía complicarán aún más la ecuación. El golpe de gracia lo dará Mamoon: a medida que su vida ha estado siendo relatada por Harry, él ha decidido utilizar la estadía del joven en su casa como base de lo que será su último libro de ficción. El juego especular es así completo. Los dos escritores se miran a los ojos.

Hay aciertos fácilmente reconocibles en la novela de Kureishi. La relación que se establece entre Mamoon y Harry, una relación de doble filo, articula bien el desarrollo de la historia. El joven biógrafo le dice a su biografiado: “La verdad es un tatuaje en la frente. Uno no puede verse a sí mismo. Yo soy tu espejo”. No sabe que ese tatuaje no solo lo lleva Mamoon, sino también él mismo, y quizá igual de perverso.

Los paralelismos son claros: ambos personajes son escritores, más allá de los matices; ambos son promiscuos y, en esencia, seres sexuales; ambos atraviesan crisis conyugales más profundas de lo que quisieran reconocer; ambos buscan un cambio en sus vidas sin saber exactamente cuál. Esto no hace más que disparar tensiones. Harry se siente humillado por el talento de Mamoon mientras que Mamoon ve el trabajo de Harry como una amenaza. Alice se siente atraída por el encanto del viejo poco después de que Liana haya intentado seducir al joven. Cada uno escribe un libro que trata sobre el otro buscando, de alguna manera, hablar también de sí mismo. La estrategia de poner a ambos personajes en un golpe a golpe (de hecho, en un momento, Mamoon agarra a Harry a bastonazos) ayuda a que presenciemos una historia desgarrada.

Asimismo, resulta reveladora la visión mordaz e irónica de la Inglaterra de nuestro siglo, “un país con pasado pero sin futuro”. El portador de esta crítica no es otro que Mamoon, un escritor indio que adopta con orgullo el estilo de vida británico y que cree en el conservadurismo como una forma de defensa. En un discurso de agradecimiento, este personaje dice:

Nos alojamos, para parafrasear a György Luckács, en el Gran Hotel del Abismo, que cuenta con todos los servicios e instalaciones […]. Las vistas son increíbles, porque está construido sobre un acantilado. Y como sus moradores excavan por debajo en busca de petróleo, puede desmoronarse en cualquier momento […]. Pero para quienes no están dentro…, los desposeídos del mundo, los pobres, los refugiados y los que se han visto obligados a partir al exilio…, la existencia es un erial.

[…] Nosotros, los moradores del Hotel, somos los afortunados, y no debemos olvidarlo. Incluso yo lo valoro. Jamás volveré a casa. Es aquí donde moriré (pp. 115-116).

El asimilado, el otro disfrazado de uno, es quien representa el cinismo de una nación. Desde un flanco muy poco ortodoxo, Kureishi lanza sus dardos.

A esto habría que sumar una virtud que la crítica no siempre está dispuesta a señalar: la capacidad de no aburrir. La última palabra tiene, como suele ocurrir con los libros de Kureishi, un estilo ágil que nos empuja a ir página a página hasta terminar de un tirón el volumen que tenemos entre manos. Hay una aparente ligereza, una sensación de falsa comodidad, que hace que leamos episodios excesivos, ya por duros, ya por disparatados, siempre con el ánimo de seguir, sin sentirnos invadidos por el tedio. Es difícil imaginar a un lector abandonando la novela a la mitad. Pasa que es entretenida, y en ello no hay nada de malo.

Los problemas pasan por otro lado.

El mundo creado por Kureishi en La última palabra parece propicio para la comedia negra. La tensión entre los dos escritores, ambos llenos de celos y actuando como niños; el pintoresco marco cultural que presenta Prospects House, donde el indio es el amo y los ingleses los siervos (incluso uno de ellos es un skinhead neonazi); la frivolidad seductora de las mujeres, que tienden a cambiar de hombre en el transcurso de la novela; la presencia de Rob, el editor, que juega el rol de bufón malsano… Todo parece orquestado… y sin embargo, algo falla. Hay una cuota de exageración en todo, un exceso de hincapié en la ironía que resta efectividad al conjunto. La fijación en el sexo como recurso profanador, el ingenio forzado de muchos de los personajes, los lazos precipitados que se forman en Prospects House, todo parece indicarnos: “sí, esto es una comedia”. Es un poco como esas sitcoms americanas en que las punchlines se dicen demasiado alto y que, sin el recurso de las risas grabadas, difícilmente hacen reír al público. Simplemente se percibe en cada capítulo el deseo consciente de ser cínico y audaz, de decir ocurrencias y verdades incómodas y que todos lo noten y lo celebren. Esto, a la larga, pasa la factura: el libro pierde naturalidad.

Por otra parte, hay también cierta debilidad en la construcción del protagonista de la historia. Harry Johnson es un escritor joven que busca ganar prestigio con la biografía que escribe. Es un hombre decente, educado, inteligente, de talento limitado y de vida más bien sosa. También es, aunque pocos lo saben, un mujeriego empedernido. Si bien esta doble vida no es per se una vida impensable, el retrato que se hace de Harry hace pensar en un personaje-lista. No se lo puede ver completo, como un todo cuyas posibilidades dependen unas de otras, sino que más bien da la impresión de estar formado por un conjunto de atributos deliberadamente escogidos por el autor. Borges, en una opinión off the record, señalaba que el Ulises le parecía un fracaso porque, pese a las múltiples circunstancias que Joyce nos cuenta de sus personajes, como las posturas que adoptan o las veces que van al lavabo, no llegamos a conocerlos realmente, y es que parecen observados con un microscopio o una lupa. Más allá de lo discutible que puede resultar tal opinión, el caso es que en la novela de Kureishi ocurre algo similar. Hay una dispersión de las cualidades de Harry. Aunque se dice mucho de él, aunque sus atributos siempre se mencionan, a las finales no lo conocemos; nos resulta artificial, armado.

En el balance, La última palabra es una novela desigual: por momentos logra su cometido, por momentos no cuaja del todo. No se discuten la agudeza de Kureishi como observador político, ni su conocimiento de la intensidad de todo proceso literario, ni su virtud para lograr enganchar al lector casi inmediatamente. Sin embargo, el exceso de irreverencia, la sensación constante de que el autor está jugando al listo de la clase, ponen una barrera que solo a medias podemos cruzar. Y así, una de las promesas del libro, el develamiento de la verdad, ese tatuaje en la frente que esperamos se nos muestre, no llega a conseguirse porque el espejo se mueve mucho. Se nos ofrece una verdad difusa, el tatuaje aparece borroso.

 

Kureishi, Hanif (2014). La última palabra. Barcelona: Anagrama, 295 pp.

 

 

 

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