Autor: Mario Vargas Llosa
Editorial: Alfaguara, 2010
 
 Por:

Noelia Benza

En navidad, anunciaban por radio que se iba a regalar juguetes a los niños necesitados. Recuerdo que hubo una gran conmoción a las afueras de la ciudad, justo donde estaba ubicado el night club más grande y próspero de Moquegua  –irónicamente al frente del cementerio–.  Colas interminables de niños y cientos de madres clamando por un regalo para sus hijos. ¿Quién era el Papa Noel responsable de este alboroto?  Pues el dueño del prostíbulo.

Resultaba que el gran caficho había decidido compartir la buena acogida del negocio y devolver, de cierto modo, lo que los ciudadanos le habían dado.Un par de horas después realizaban  un llamado, vía radial, para que ya no acudiera más gente, no solo porque se había formado un tumulto incontrolable en la zona, sino también porque los juguetes se habían agotado. Como era de esperarse, los que no lograron obtener su regalo volcaron sus quejas en la emisora local. Si se dijo que eran más de cien mil juguetes, no pueden estar mintiendo de esa forma a la población, han hecho ilusionar a los pobres niños, dijeron. Entonces se alzó la voz de la moralidad, pero debimos darnos cuenta desde un principio, qué se puede esperar de ese tipo de gente, de seguro todo era para encubrir el lavado del dinero sucio que obtiene.  Para bien o para mal, la voz del pueblo se hizo escuchar… una vez más; a la semana siguiente, cerraron el local.

Aunque con variantes, me he permitido recordar esta anécdota. Y es que en muchos lugares de nuestro país, esta escena puede repetirse (no es exclusividad de Moquegua). Una de esas muestras es la representación clara y satírica que hace Mario Vargas Llosa en  “Pantaleón y las visitadoras”. El capitán Pantoja ha sido enviado a una misión especial a la calurosa capital de Loreto, Iquitos. Se han reportado atentados contra las mujeres de la localidad, atrocidades perpetradas por los soldados que, se supone, deberían defendernos. En vista de la mala imagen que estos hechos traen a la institución, los estrategas de Lima deciden crear un servicio especial que “satisfaga las necesidades de los hombres que entregan su vida por la patria: un prostíbulo. A Pantoja le dieron una orden clara: los soldados necesitan cachar y usted les consigue con qué o lo fusilamos a cañonazos  de semen, fue la consigna que recibió. Pantaleón, maníaco de la organización, crea un sistema con precisión de reloj suizo –aunque claro, en su versión selvática– para cumplir su encomienda en total secreto.

Al mismo tiempo, Pantoja encarna algo que puede resultar chocante. Hace lo correcto. Quiero decir, su eficiencia es su peor antagonista. Realiza un cálculo milimétrico del número exacto de prostitutas que necesitan para el servicio, así como las «prestaciones» (nombre demasiado elegante para definir a un polvo) y sufre ante las limitaciones de las autoridades peruanas, que ante tanta formalidad quedan aturdidas y sin piso. Es tanta la precisión con la que organiza todo, que incluso monta un servicio de transporte u mide tiempos de cada relación sexual. Lo único que rompe el orden minimalista con que organiza todo es el romance que tiene con una de las prostitutas páginas más adelante.

Como es de suponer, en Iquitos habrán tanto defensores como enemigos del negocio que el tal Pantoja mantiene. El conductor del programa radial más escuchado de Iquitos, el popular Sinchi, será la voz de los moralistas y cucufatos que piensan que este hombre ha infectado la ciudad con su casa de prostitutas. En el fondo, no están de acuerdo con que sólo se preste servicio exclusivo a los cuarteles y no a la población en general. “¿No sabía que Iquitos es una ciudad del corazón corrompido pero de fachada puritana?”.

Tras una serie de eventos desafortunados que involucran a Pantoja pero también al Ejército Peruano, el servicio de visitadoras queda desmontado, así como también una honda decepción del capitán al ver que las autoridades se lavan las manos y desmienten toda responsabilidad en cualquier hecho que involucre al tan mentado escándalo. Uno de ellos, por supuesto, era ver a un militar rindiéndole honores a una prostituta fallecida.

Escena de la película filmada por Francisco Lombardi en 1998, donde un afligido Capitán Pantoja le rinde tributos a «La colombiana» (or Angie Cepeda, en la novela es «La brasilera»). 

Si resulta normal ver a señoras golpeándose el pecho en la iglesia y luego mentándole la madre a sus vecinas, ¿Por qué debería causar extrañeza que un militar vista el gallardo uniforme del ejército peruano en el velorio de una prostituta –que dedicó su vida sirviendo a los soldaditos en los cuarteles– y le rinda los honores  como a un compañero caído en batalla?  De este modo, la doble moral es la principal protagonista de la historia, donde el fanatismo religioso, las medias tintas y los vicios ocultos son los que  terminarán manejando el comportamiento de los personajes.

Tanto en el Iquitos de los años cincuenta, como en el Moquegua contemporáneo encontramos esas contradicciones que nos caracterizan.  La burla es una forma de autocrítica que nos muestra cuán profundo es cada defecto de nuestra sociedad.  La ironía con que Mario Vargas Llosa narra situaciones que, en principio, deberían considerarse serias, son la clave para entender esa realidad que nos negamos a aceptar.

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