Caminaban. Hacía rato que se les había acabado el agua. Hacía rato que habían dejado atrás la carretera solitaria que cortaba el desierto de un solo tajo. Les habían dicho: “Allá, de frente, pasando los cerros”. Y se habían puesto en marcha. Los tres. Al principio, bromeando. Luego, resoplando y, más luego, en silencio. No hubiese servido de nada hablar: las palabras se derretían en el aire antes de que los demás pudieran oírlas.

Por:

Christiane Félip Vidal

Así iban entonces, en silencio: los pasos del segundo en la sombra del primero y los del tercero en la del segundo. El primero, atento al terreno arenoso, el segundo y el tercero absortos en la sombra del que los precedía, en su espalda agotada, en su nuca roja y sudorosa.

A veces, cuando el brillo de la arena se volvía insoportable, para descansar la vista, el primero se dejaba distanciar y pasaba a ser segundo o tercero, posición en la que su sombra quedaba entonces huérfana, sin nadie que le cuidara la espalda. Porque el punto negro, allá, muy atrás, seguía demasiado lejos. Constantemente lejos, como deseoso de no acortar la distancia que lo separaba de ellos. De vez en cuando el primero o el secundo preguntaba: “¿Sigue?” y el tercero, concentrado en el crujir de sus pasos en el suelo reseco donde se arrastraba la sombra del segundo, se volteaba para buscar en la inmensidad del desierto el puntito negro. “Sí”, contestaba invariablemente y luego su sombra huérfana reanudaba con él la marcha. Y los tres suspiraban aliviados, como si,  aunque no lo conocieran, de su lejana presencia dependiera su vida.

Al inicio, cuando se percataron de que los seguía, el más joven había sugerido esperarlo, pero los otros dos se opusieron: no serviría de nada, si la víspera no había dejado que se le acercaran, tampoco lo iba a aceptar ahora. Que nos siga, si quiere. Total, no parece tener malas intenciones. Debe ser medio loco. Un pobre tipo. Y habían reiniciado la marcha rumbo a “allá, de frente, pasando los cerros”.

Horas que caminaban. Habían trepado y bajado un cerro, luego otro, y otro, y nada. Solo el desierto reverberante y, más allá, otro cerro. “Es el cuento de nunca acabar” había dicho el más joven. Eso había sido antes, cuando aún quedaba agua en las cantimploras, cuando aún era posible refrescarse la garganta, cuando aún las palabras no eran piedras filudas que arañaban la boca y los labios. Pero ahora, agua y palabras quedaban lejos, tan lejos como el puntito negro que los seguía sin nunca alcanzarlos. Y sin  embargo seguían caminando hacia aquellos cerros suaves que parecían incluso retroceder a la par que ellos avanzaban. “Es por el calor. Engaña. Algo así como un espejismo”. Eso había dicho el mayor al inicio. Y nada más. Y los demás habían asentido en silencio  mientras seguían caminando, unos tras otro, tres puntitos negros en la enorme soledad del desierto. Y más atrás, el otro puntito negro, siguiéndolos. Tenían la extraña sensación de moverse sin avanzar. Era como caminar por una cinta mecánica en sentido contrario, cuando, por más que se apure el paso, uno siempre queda en el mismo lugar mientras la cinta se desliza bajo los pies. Un juego de niños en la ciudad. O quizás una secuencia cinematográfica. “Sí, pero ¿cuál?”, masticó el más joven. “¿Qué?”, la voz del segundo quedó suspendida en el aire. “Nada”, fue la respuesta. Había tenido que pensar mucho las palabras, moldearlas en la boca, armarlas con su lengua seca para que se abrieran paso entre los labios quemados; sin embargo el sonido de su voz le devolvió algo de vida. Volteó con la secreta esperanza de ver el punto negro más cercano, pero no, seguía allá, tan lejos como antes, bajando el último cerro. Y continuaban avanzando los tres, atentos a su propio cansancio, a su boca reseca, al crujir de sus pasos en las costras del suelo.

De a poco, casi imperceptiblemente, las sombras se fueron alargando y el calor se volvió menos intenso. El sol ya no quemaba tanto los ojos y podían levantar la vista más allá de sus pies sin que la luz los encegueciera. Una leve brisa empezó a secar el sudor en las nucas y sintieron su piel estremecerse.

Allá delante, el sol incendió los cerros. Recién entonces vieron las cimas aplanadas. “¡No son cerros! ¡Son tortas de ripio!” exclamó el primero y rió y su risa sonó metálica en el silencio. “Estamos cerca”.

Estaban cerca. Sintieron de golpe que el cansancio se deslizaba por sus espaldas, resbalaba por sus piernas hasta el suelo y, felices, con un regocijo infantil, lo pisotearon junto con las costras de caliche. Las tortas de ripio. ¡Eso era! Aceleraron el paso, ya no en fila, uno tras otro, sino los tres juntos, en una misma línea, con grandes trancos que parecían tragarse la distancia hasta ahora fija.

Había tenido que pensar mucho las palabras, moldearlas en la boca, armarlas con su lengua seca para que se abrieran paso entre los labios quemados; sin embargo el sonido de su voz le devolvió algo de vida.

Les habían dicho que era imprescindible llegar antes de la noche, que pernoctar en el desierto era peligroso por el frío y que allá, detrás de los cerros, encontrarían la antigua oficina salitrera, que sí, que el hombre al que buscaban, aún vivía ahí, con unas cuantas familias, que no se preocuparan que de eso vivían, del alojamiento y de la comida a los viajeros, sino de qué quieren ustedes que vivan, allá no queda nada, sólo unas cuantas casas resistiendo al tiempo y al olvido gracias a la tenacidad del viejo al que buscan.

Y se habían puesto en camino.

Eso había sido temprano en la mañana, siglos atrás, primero en autobús por la carretera y luego a pie, por el desierto, por la infinita pampa solitaria y ahí, en un alto para tomar agua de las cantimploras, fue cuando se percataron del puntito negro que los seguía y recordaron entonces al hombre que en la ciudad, siempre desde lejos, los había estado observando, sin esconderse, pero alejándose apenas se acercaban. “Un loco, seguro”, había dicho el mayor la primera vez. “Los locos no toman apuntes y este se la pasa escribiendo”, se inquietó el menor. “A lo mejor es un periodista, son bien fregados, cuando se te pegan, no te sueltan”, concluyó el segundo. Después, con el ajetreo de la partida, se habían olvidado de él y fue recién, en pleno desierto, que volvieron a divisar su silueta. Pero él, al ver que lo miraban, se había dejado distanciar hasta no ser más que un puntito negro. Y a eso había quedado reducido a lo largo del día: un punto negro en la página amarillenta del desierto.

Ahora, desde la torta de ripio que escalaban, lo veían bajar el último cerro y, a pesar de la oscuridad que los estaba acorralando conforme el sol se hundía en la arena, les pareció que se había reducido la distancia que los separaba.

Tanto la frescura del atardecer como la proximidad de su meta habían eliminado toda fatiga. Aún no hablaban, pero sí se atrevían a mirar de frente, tratando de adivinar contra el cielo morado, por detrás de las tortas de ripio, la silueta retorcida de una torre, de un fierro o el brillo de un farol, aguzando el oído por encima del silbido del viento para captar una voz, el ladrido de un perro, alguna señal que los sacara del silencio abismal del desierto y les anunciara que el viaje había concluido.

Jadeando, llegaron al último terraplén de la torta de ripio. Más abajo, en lo que había sido una oficina salitrera, hilachas de neblina se escurrían entre paredes derruidas, ventanas ciegas, escombros en lo que otrora fueron calles, plaza, viviendas y el lento desplazar de la niebla entre las piedras muertas iba acompañado por el ulular del viento, un gemido enloquecido en la soledad de la pampa.

Inmóviles, tiritando de frío, vieron pasar un largo tren silencioso con su cargamento de muertos de tantas masacres, obreros, mujeres y niños, y luego las tristes siluetas de las almas errantes, la del viejo guardián de la memoria pampina, la del chico que soñaba con el mar, las de los amantes que no pudieron amarse, las de la putitas vendedoras de sueños. Salían de entre las piedras, de las casas derrumbadas, de las costras de caliche y, tras un vagar incierto y desamparado, tras constatar que no subsistía nada del mundo de antes, que ya no quedaba Oficina en pie, se desvanecían, aspirados por las piedras, tragados por la noche del olvido.

Atrás, el hombre miró imperturbable las tres siluetas que bajaban la torta de ripio y se perdían entre las ruinas, borradas por la neblina.

Entonces, sacó el cuaderno de apuntes en que había estado escribiendo la historia de tres hombres en busca de una oficina salitrera ya desaparecida y le puso el punto final. Un puntito negro.

Deja una respuesta

Regístrate

O con tu correo

Inicia sesión

O con tu correo