(CUENTO) Nunca imaginé que el nacimiento de mi hija Maya sería así. Había anticipado ese día desde siempre y planificado diferentes escenarios para su llegada. En todos ellos había parientes y amigos esperando en el pasillo, flores y globos indicando el sexo del bebé. Y, por supuesto, estaba Rodrigo a mi lado dándome la mano, tomando fotos, registrando las escenas con la filmadora y ayudando al doctor a cortar el cordón umbilical. Claro que, para hacer todo eso, Rodrigo hubiese necesitado tres manos, cuatro para ser exactos, pero estaba segura de que él se las arreglaría. Sin embargo, el día en que parí a Maya no hubo flores, ni globos.

 

Por:

Julie de Trazegnies

Y ni siquiera estuvo Rodrigo.  Todo mi embarazo había sido difícil. Las razones no habían sido médicas. Muy por el contrario, tuve unos meses de gestación sanos, llenos de energía y sin ninguna complicación. Ser madre me hacía mucha ilusión. Hubiera preferido que la mía estuviera a mi lado, pero solo tenía a Rodrigo y a su madre, quien prácticamente me había adoptado en su familia como una hija más.

Mientras iba al laboratorio a recoger los análisis que confirmarían mi embarazo, me sentía segura de los resultados y las tripas aleteaban en mi interior produciendo una sensación de desasosiego que, después comprobaría, no desaparecía nunca. No se lo había dicho a nadie. Ni siquiera a Rodrigo. Siete mil ciento veinte cinco. Ese era mi resultado. ¿Qué es esto?, pensé sentada en el carro después de haber despedazado el sobre. Luego de descifrar lo que significaba, entendí que iba a tener un hijo al fin, que estaba muy embarazada. Tuve un sentimiento raro y totalmente ajeno. De felicidad, claro. Pero también era raro pensar que algo se formaba dentro de mí, que nada menos que una nueva vida comenzaba a crecer en mi vientre aún aplanado. Extrañé a mi madre más que nunca. Hubiera sido una abuela excelente, tan dispuesta y sacrificada como había sido de madre. Me hubiera llenado de mimos en estos meses de embarazo. Quizás me hubiera sobreprotegido un poco. Pero qué más da. A qué mujer no le gusta que la hagan sentir lo más importante del mundo durante su primer embarazo.

Luego pensé en Rodrigo. Se lo diría en la noche, al final del día. Compré una botella de un buen vino y lo esperé. Mi corazón latía a la velocidad de la luz. Sentada en la sala y con la chimenea prendida aguardé por horas rodeada de velas que despedían fragancias relajantes, hasta que me quedé dormida. Cuando desperté, era medianoche y Rodrigo no había llegado. El fuego se había apagado. Aventé los resultados a la leña aún caliente y me fui a dormir. No solía reaccionar de manera tan impulsiva, pensé mientras veía los papeles convertirse en cenizas. Ni siquiera me preocupó el hecho de que Rodrigo no hubiera llegado todavía, algo que era absolutamente inusual. Pero yo nunca había querido ser de esas esposas que entran en pánico cada vez que su marido no se presenta a la hora acostumbrada, así que tuve que culpar a las hormonas que debían estar ya revueltas.

La mañana siguiente, al despertar, percibí que Rodrigo estaba ya en la ducha por el sonido del agua que corría en el baño. Todavía no podía creer la noticia. Me sentía la mujer más afortunada del planeta, como si fuera la primera mujer embarazada del mundo. Me olvidé de la cólera de la noche anterior y me paré de la cama dispuesta a meterme en la ducha con Rodrigo y darle la noticia, a mí manera. En ese momento, él salió del baño y, para mi sorpresa, llevaba un sobre en la mano. Pensé en mis resultados, pero sólo quedaban cenizas de aquellos. Quizás habría ido él mismo al laboratorio. Pero no, si yo no le había dicho que me iba a hacer la prueba, ni siquiera le había comentado de mis sospechas.

No me dijo hola, sólo estiró el brazo y me entregó el documento. Por su mirada, parecía que me estuviera entregando la evidencia de una falta mía. Una falta grave. Algo así como la cuenta millonaria de una cartera que me había comprado y que no podíamos pagar o unas fotos en las que yo salía besándome con un amante furtivo. Nada de eso había sucedido, pero yo igual me sentí acusada.

Lo abrí. Tumor cerebral. Siete centímetros. Rodrigo Romero. Fue todo lo que saqué de una página entera de información médica que decía muerte de un lado a otro. Me quedé perpleja, ni siquiera pestañeé.

Rodrigo se tiró al suelo desnudo y comenzó a llorar como un niño indefenso. No podía explicarme nada. Sólo lloraba sin parar, enredado entre mis pies. Tardé unos minutos en reaccionar, luego me lancé al suelo junto a él y lloramos juntos por largo rato, en silencio. Mi mente corría una maratón: mi hijo nacería sin padre y yo tendría que contarle hasta los detalles más pequeños para poder esbozar la esencia de la persona que había sido Rodrigo; tendría que cambiar de trabajo, buscar uno con mejor sueldo para poder mantener sola a mi bebé, a quien no vería crecer porque la niñera posesiva que tendría que contratar para que se hiciera cargo de él ocuparía mi lugar mientras yo me deslomaba para darle una vida decente.

-No te preocupes, mi vida,- me escuché decir-. Lucharemos y haremos lo que haga falta para que te pongas bien.

-Tú de verdad que no entiendas nada, ¿no?- vociferó. Se desenredó bruscamente de mí, se puso de pie y tiró la puerta del baño a través de la cual terminé de escuchar-:¡No soy yo, es mi papá!

No puedo mentir. Sentí como si una bocanada de aire me entrara de golpe al cuerpo y me permitiera retomar el aliento. El papá de Rodrigo era una de las personas más generosas que yo jamás había conocido. Desde el comienzo, había conectado conmigo y, a pesar de tener una relación bastante distante con su hijo, nos llegamos a relacionar tan bien que hasta la comunicación entre ellos cambió de manera radical. Me dio mucha pena descubrir que era él quien tenía los días contados, pero no lo podía comparar con la idea de perder al padre de mi futuro hijo, a mi compañero de vida.

Después de un largo rato, Rodrigo salió del baño y pudimos conversar más calmadamente. Lo siento, le dije, pensé que eras tú y me quedé helada, no pude leer bien. Sus ojos se humedecieron otra vez. Me explicó que, casi por casualidad, su padre se había hecho un chequeo por unos síntomas menores que lo incomodaban y un examen había seguido al otro hasta terminar en una resonancia magnética que evidenciaba un tumor gigantesco. La masa rodeaba la arteria cerebral media por lo que era inoperable, ya que extirparlo significaría, en el mejor de los casos, un ataque cerebral masivo que lo dejaría inhabilitado los pocos meses que le quedarían de vida. No pueden hacer nada, murmuró con una voz a punto de quebrarse, los doctores han dicho que solo podemos esperar, es cuestión de meses.

Mi embarazo seguía dándome pequeñas vibraciones de felicidad de cuando en cuando que me distanciaban del dolor de Rodrigo. Pensé que quizás si le daba la noticia se alegraría, aunque fuera un poco, y le traería alguna esperanza. Pero decidí que no era el momento.

Los días que siguieron fueron de asimilación. La familia de Rodrigo tenía que asimilar la inminente muerte de su padre. Y yo tenía que asimilar la vida que comenzaba desde mis entrañas. Pero no encontré el momento de compartir la noticia con Rodrigo y, cuánto más tiempo pasaba, más difícil se me hacía. Ya era ridículo, iba a cumplir tres meses de embarazo y no se lo había contado a nadie, no lo había dicho en voz alta, solo delante del espejo.

El padre de Rodrigo comenzó a deteriorarse deprisa y en muy poco tiempo estaba tumbado en una cama con toda su familia alrededor. Lo atendían y confortaban dejando todo de lado para pasar más tiempo con él. Por mi parte, el cuerpo me comenzó a cambiar. Mis caderas empezaron a ancharse y mis senos se hicieron más protuberantes. Incluso, al verme desnuda percibí que mi vientre estaba cobrando cada vez más protagonismo, claro que Rodrigo ni me miraba, por lo que jamás notaría las incipientes marcas del embarazo. Pero resolví que ya era hora de que lo supiera. Me resultaba imposible seguir callándomelo.

Regresábamos a casa un sábado en la noche luego de haber pasado el día entero en casa de sus padres tratando de entretener a mi suegro, todos sentados alrededor de su cama, contando chistes ridículos o repitiendo conversaciones que ya habíamos tenido, pretendiendo que recién escuchábamos esas historias, como recurso para matar el tiempo. Al padre de Rodrigo le interesaba poco cualquier esfuerzo de la familia por contentarlo. Estaba sumido en una intensa depresión y solo quería que lo dejaran tranquilo, pero ese era el único deseo que la familia no podía concederle. Habíamos estado en silencio todo el camino y, en una luz roja, exploté:

-Rodrigo, hay algo que debo decirte- le dije. Él volteó hacia mí en cámara lenta y me buscó los ojos, obediente -. Vas a ser papá.

Ahora pienso que no pude encontrar peor manera de darle la noticia: en el carro, regresando de un día brutal y usando la palabra “papá”. Era como abrirle el pecho con mis manos y estrujarle el corazón herido. Él no dijo una palabra. Manejó en silencio hasta la casa, dejó las llaves del carro en la mesa de la entrada, como siempre. Luego se acostó y me dio la espalda. Un vacío absoluto me inundó, aun cuando en mi interior los órganos ya se peleaban el espacio que era cada vez más escaso. Sentí un hueco hondo, como si el bebé por un momento no estuviera más allí. A medianoche soñé que Rodrigo lloraba con espasmos que casi le impedían respirar. Desperté inquieta y en la oscuridad Rodrigo lloraba, lloraba como un bebé.

Pasaron días extraños de conocimiento sin reconocimiento hasta que, una tarde Rodrigo vino donde mí y me sujetó entre sus brazos por un largo rato. Perdóname, me dijo. No me reconozco. Te amo y quiero a ese bebé, pero no puedo pensar en otra cosa que en mi padre. Nunca me sentí tan frágil.

Por pequeño que parezca, este gesto me llenó de felicidad. No pretendía que Rodrigo derrochara entusiasmo, y con esa conversación me sentí liberada. Podría disfrutar de mi embarazo en su plenitud, como siempre lo había querido. Y entonces compartí la noticia con todo aquel se cruzara en mi camino. El niño no nacido empezó a ocupar todos mis pensamientos, como si ya no hubiera sitio dentro de mí para nada más. Comencé a planear su cuarto, a acoger esta espera como yo creía que se merecía, a escuchar a mi cuerpo, a sentir los movimientos de esa vida que se formaba en mis entrañas. Tenía que permitirme la dicha que me daba la idea de ser madre, aun cuando mi suegro se estuviese muriendo. Seguía yendo con frecuencia a verlo, a acompañar a mi familia política. Ahí el tiempo parecía suspendido. Rodrigo y sus hermanos habían dejado su negocio a cargo de sus socios y se pasaban el día entero con su madre, entre una bruma caliente que invadía la casa y empañaba los vidrios, en esa espera que era cada vez más devastadora.

En mi casa no se volvió a nombrar al bebé. Y cuando le propuse a Rodrigo que me acompañase a la consulta con el médico para que escuchara los latidos de su pequeño corazón, me contestó con sarcasmo que en esos momentos el corazón de su papá podía dejar de latir y él debía estar presente.

A los cinco meses de embarazo me hicieron una ecografía de rutina para asegurarse que todo estuviera bien. “Es una niña”- me dijo el doctor Bravo- y está en perfectas condiciones”. La vi moverse dentro de mi vientre y el doctor me hizo notar que se chupaba el dedo de la mano. Me hizo gracia la fuerza de la genética, porque yo había hecho lo mismo hasta los cinco años, y ahora tengo el dedo gordo de la mano derecha algo deforme. Al salir de la consulta llamé a toda prisa a Rodrigo por el celular para contarle las novedades mientras estudiaba mi dedo, pero me contestó murmurando que estaban con el doctor de su padre y que hablaríamos después.

-Te quería contar que es mujer-, le dije al final del día en la penumbra de nuestra habitación.

-Qué bueno. Es lo que querías, ¿no?-, respondió. Traté de decir algo más, pero no me salía la voz.

Decidí que se llamaría Maya y comencé a preparar todo para ella, ya que la espera se estaba acortando cada vez más. Mientras yo buscaba una cuna para Maya con barrotes apropiados para protegerla, Rodrigo averiguaba sobre camas de hospital de alquiler para su padre, esas con barandas a los lados para que el paciente no se cayera. También imaginaba a mi hija colgada de mi pecho en total dependencia, mientras que mi suegro perdía la capacidad de alimentarse por su cuenta y dependía de la ayuda de los demás. Compraba pañales de recién nacido a la vez que mi suegro perdía el control de sus esfínteres como cuando recién había venido al mundo. Me estremeció descubrir cómo se parecía el comienzo de la vida a su final de una forma tan cruel. Esta espera por la vida y por la muerte tenía muchas semejanzas, la diferencia era que las expectativas eran completamente distintas: mientras yo estaba extasiada anticipando la llegada de la vida de mi hija, la familia Romero pasaba los días con el alma en la garganta esperando que la muerte tocara a su puerta.

Ahora que ya no era posible, Rodrigo intentaba de recuperar el tiempo perdido. No tenía cabeza para otra cosa y, de hecho, la idea de convertirse él en padre en estos momentos no lo reconfortaba para nada. En todos esos meses, nunca se mencionó a Maya en casa de mis suegros a pesar de mi vientre pronunciado y suplicante. En las noches, echada al lado de Rodrigo en la cama, me descubría por completo la barriga para que él sintiera curiosidad de mirarla. Le cantaba a Maya y pasaba la mano por mi vientre y sentía que sus pies golpeaban contra las palmas de mis manos expectantes. Trataba de que Rodrigo se animara a sentirla, pero él me daba la espalda, se ponía sus audífonos y, absorto en su mundo, no me daba tregua. Él no podía hacer otra cosa excepto fingir que nada estaba sucediendo conmigo.

El final de mi embarazo comenzó a acercarse. Una mañana calurosa de ese verano infernal, cuando faltaba menos de un mes para que naciera mi hija, sentí un dolor intenso a la hora de ir al baño y vi con pavor cómo la sangre salía de mi cuerpo. Alicia, mi vecina, me llevó al médico a toda prisa mientras yo llamaba a Rodrigo a casa de sus padres. “Es una emergencia”, le dije llorando. Me contestó que enseguida salía para reunirse conmigo en la clínica. El camino se me hizo una eternidad y sentí cada uno de los huecos en el asfalto y baches en la pista como si estuvieran puestos ahí a propósito. Miraba por la ventana a los niños que pedían limosna en cada luz roja y me fijé en una serrana con su colorida pollera que llevaba a un bebé amarrado en su espalda con una tela que podía ceder de un momento a otro. Al bajar del auto estaba mareada y las piernas me flaqueaban. Sabía que Maya podía venir en cualquier instante, pero una angustia me hacía temblar como si estuviese conectada a un interruptor eléctrico. Trajeron una silla de ruedas y me llevaron de frente al consultorio del doctor Bravo, en donde pensé que me esperaría Rodrigo. Su esposo no ha llegado aún, me explicó la recepcionista al ver mi cara de desconcierto en la sala de espera vacía.

El médico me examinó en silencio y comprobó que ya había parado el sangrado. Luego, sacó la manga de su máquina de ecografía, la bañó en un gel helado y la puso sobre mi vientre, como hacía en cada consulta. Noté que presionaba mi panza con desesperación, buscando algo que no encontraba. Se tomó unos minutos más para recorrer hasta los rincones más remotos de mi protuberante barriga. Después, hizo otros tanteos, me limpió con una toalla lo que quedaba del gel, guardó su máquina con minuciosidad, como si tratara de armarse de valor, y cuando volteó hacia mí, noté su expresión de tristeza. Supe que algo estaba a punto de suceder y una vez que sucediera nada volvería a ser lo mismo.

-Lo siento mucho- me dijo, -pero no hay latidos.

El desconcierto se apoderó de mí. Trataba de asimilar aquel brusco cambio de fortuna. Me quedé sin aliento. Allí, en la camilla de mi ginecólogo, el mundo se me cayó encima.

El doctor Bravo me explicó las opciones. Podía abrirme en el quirófano, sacar el cuerpo inerte y acabar con el asunto. Una cesárea rápida y fácil. Pero me pidió que considerara la opción de tener un parto natural. Hacerlo me daría mejores opciones de éxito en futuros embarazos. Aunque un parto inducido mediante hormonas podía significar uno, dos y hasta tres días de trabajo intenso. Me sugirió que regresara a casa y lo conversara con mi marido. No había necesidad de hacerlo inmediatamente, podía pensarlo un par de días, me explicó.

Alicia me dejó en casa e insistió en acompañarme un rato pero le expliqué que quería estar a solas con Rodrigo. Claro que Rodrigo tenía que estar en casa para eso. Y no era el caso. Ni me molesté en llamarlo. Solamente me tumbé en la cama. Al llegar, Rodrigo no me preguntó qué había pasado. Ni siquiera se dio cuenta de mi evidente estado de estremecimiento.

-Mi padre se está muriendo -me dijo-. Ha sido una mañana espeluznante y su médico nos ha dicho que es cuestión de horas. Voy a darme una ducha y regreso para allá.

Me incorporé como pude y decidí acompañarlo. La casa de mis suegros estaba llena de gente, familiares y amigos reunidos en la sala contando historias del viejo Rodrigo Romero, buscando anécdotas de mi suegro que sirvieran de tema apropiado de conversación. Rodrigo subió enseguida al cuarto de su padre a reunirse con su mamá y sus hermanos y yo me quedé en la sala rodeada de señoras que hervían alrededor y querían tocarme la barriga. Esto es un regalo de Dios, dijo una, acariciando mi vientre. Me sentía todavía mareada y aturdida por la noticia que había recibido en la mañana, por estar ahí como si nada pasara, tratando de apoyar a mi marido en su momento de duelo. Busqué una silla alejada de la multitud. Apenas me senté, se me acercó la esposa de uno de los hermanos de Rodrigo.

-Esto es un infierno- se quejó-. Tú al menos tienes la gran ilusión de tu bebé, que nacerá en cualquier momento y llenará tu casa de alegría y consolará a Rodrigo. Yo, en cambio, no sé que hacer con Ignacio. Me está volviendo loca, no hay manera de reanimarlo. Me encantaría estar embarazada como tú.

Si no fuera porque sabía que era imposible, hubiese jurado que mi concuñada conocía mi situación y decía lo que decía a propósito. Siempre tenía una manera indirecta y hasta elegante de agredirme. Nadie lo notaba, pero ella siempre estaba ahí con el comentario menos atinado para mí. Pero esta vez no tenía forma de saber que yo cargaba la muerte en mi vientre, que mientras todos esperaban que viniera a llevarse a mi suegro, desconocían que yo la tenía dentro. Sentí nauseas cuando tuve ese pensamiento. Mis emociones estaban divididas entre una sensación de asco y podredumbre y una culpa y pena tremenda de pensar que era Maya quien estaba en mis entrañas.

A las pocas horas, bajó uno de mis cuñados, anunció la muerte de su padre y se oyó un coro de llantos y lamentos. No tuve oportunidad de estar con Rodrigo ni siquiera un instante. El día pasó en una nebulosa de lloriqueos, arreglos florales fúnebres, y mucha gente. La mayoría se acercaba para poner una mano en mi vientre y darme unas palmaditas en la espalda o guiñarme el ojo en señal de complicidad, como si dijeran: “Tú estás al margen de la tragedia”. Esa noche, Rodrigo no vino a dormir porque se quedó acompañando a su madre. Al día siguiente, muy temprano, nos encontramos en el entierro, una mala repetición de un patético programa de televisión visto el día anterior.

De vuelta en casa tenía que explicarle a Rodrigo lo que estaba sucediendo. Pero él estaba impenetrable, perdido en sus propios pensamientos. Se tomó una serie de pastillas para dormir que, como después supe, lo mantuvieron en un estado prácticamente comatoso por los días que siguieron. Apenas sentía que recobraba un poco la consciencia, se tomaba una nueva dosis para escapar de su dolor.

Sin más opciones, y reuniendo el valor necesario para actuar, lo dejé durmiendo y llamé a un taxi. Llegué a la clínica de maternidad con el maletín que había preparado semanas antes por si Maya se adelantaba. Traía el ropón que había escogido para sacar a mi bebé de la clínica, una camisa de dormir elegante que me había comprado para recibir a las visitas, la cámara de fotos y una serie de accesorios, nada de lo cual necesitaría ahora. Vacilé un momento en la puerta de entrada. Luego ingresé en el edificio rendida ante lo que tenía que hacer.

Me ubicaron en una habitación al fondo del pasillo y me comenzaron a inyectar hormonas para inducir el parto. En la puerta colgaron un ramo de flores artificiales, a diferencia del resto de habitaciones que lucían grandes globos de colores que indicaban el sexo del bebé. Después descubrí que las flores del mío no eran más que una señal que usaba el hospital para que todos estuvieran al tanto de mi situación. Vino el doctor Bravo y me dijo que era muy valiente y que él me ayudaría a pasar por este trance tan difícil. Era tan atinado que ni siquiera me preguntó por mi esposo, solo jaló una silla y me explicó los procedimientos que seguirían. Es básicamente cuestión de esperar que las hormonas funcionen y comience el trabajo de parto, dijo antes de partir.

Me quedé tumbada sobre la cama y, mirando las rendijas de las persianas cerradas, comprendí la dimensión de lo que estaba sucediendo. Me parecía casi incomprensible estar viva. Pero lo estaba, cargando la muerte, y cuanto más lo pensaba, menos lo entendía. Sentía que no pertenecía a ese lugar con el resto de madres normales. Encerrada por la soledad, empecé a distinguir el sonido de las ruedas de las pequeñas cunas con bebés recién nacidos que recorrían los pasillos empujados por impecables enfermeras que se los llevaban a sus flamantes padres. Algunos de los bebés lloraban al pasar y su llanto se revolvía dentro de mí como cuando algún alimento podrido te produce una indigestión. Permanecí con los párpados cerrados durante todo el día, en silencio y sin hacer ningún movimiento. Cuando cayó la noche, no me molesté en prender la luz. Sentía como si ya no estuviera dentro de mí misma. Ya no me sentía, había sobrepasado el punto del agotamiento. La noche me penetraba por los poros. Mi cuerpo no reaccionaba aún a las hormonas y me preguntaba si sucedería al fin. No pude dormir en toda la noche y sentía los ruidos propios de la clínica y la algarabía de los familiares que recibían la noticia del nacimiento.

Cuando comenzó a amanecer, la luz me dio algo de tranquilidad y me quedé dormida. La oscuridad siempre puede esconder verdades, traer sorpresas. Pero no dormí mucho porque pronto entró la enfermera a inyectarme más hormonas. Al terminar se sentó a mi lado y me preguntó cómo me sentía. Luego de una pausa, me explicó que la mayoría de padres en mi situación escogían no ver a sus bebés después del parto, que pedían que se los llevaran inmediatamente. Sin embargo, muchos regresaban tiempo después desesperados por ver alguna imagen, alguna fotografía del bebé. Piénselo bien, me dijo, no quisiera que se arrepienta.

Yo no tenía ninguna duda, deseaba ver la cara de Maya. La había esperado durante casi nueve meses. Me había imaginado su rostro de todas las formas. Es más, había hecho bocetos a lápiz con diferentes combinaciones de los rasgos de Rodrigo y de mí para tratar de imaginar cómo serían sus facciones. Además quería cargarla, sostenerla en mis brazos por unos instantes al menos, si eso era posible.

Ese día también lo pasé en espera y el movimiento de la clínica durante la tarde fue un poco abrumador. Cerré mis ojos con fuerza tratando de cerrar así también los oídos y encerrarme dentro de mí misma. No sé cuánto tiempo permanecí así, pero sentía que mi mente oscurecía por dentro y al mirar por la ventana advertí que también oscurecía por fuera. El ambiente en la clínica parecía haberse calmado. Fue entonces cuando el trabajo de parto comenzó a intensificarse. Llamaron a mi médico para que viniera de inmediato. De pronto me encontré respirando poseída por el momento, poniendo un pie delante del otro para reunir las fuerzas que necesitaba para sobrepasar este trance.

En la sala de parto, el esfuerzo fue menor del que había imaginado. Siguiendo las instrucciones de mi médico, pujé con todas mis fuerzas para terminar con este suplicio que era mi hija. Una violenta corriente de sangre salió de mi cuerpo y el doctor se inclinó entre mis piernas para recibir al bebé sin vida, a mi pequeña Maya. Después, una enfermera se acercó para tomarla y se escabulló fuera de mi vista.

-No estamos acostumbrados a presenciar el nacimiento de ángeles en este lugar-, me dijo con ternura para desviar mi atención.

Mas tarde se acercó la enfermera con Maya, arropada bien ajustada entre unas frazadas de franela con dibujos de pequeños osos. Antes de entregármela, se aseguró de que yo quisiera verla y cargarla. Maya estaba roja, amarilla y azul, todo combinado, aunque creo que todos los bebés recién nacidos se ven igual.

-Hola y adiós, bebé-, le susurré al oído, descubriendo que se habían convertido en sinónimos para nosotras, para nuestro breve encuentro. Me habían advertido que los bebés que nacen así no tienen tono muscular y por eso la iba a sentir extraña. Lo que me querían decir es que la sentiría sin vida. Me imaginé que el momento podía ser oscuro, mórbido y hasta tétrico. Pero no lo fue. Maya era preciosa ante mis ojos. No tenía vida, aunque podía ver en ella la nariz respingada de su padre y la hendidura encima de los labios tan pronunciada como la mía. Me sentí madre por esos cortos instantes y quise pretender que tenía a Maya con vida sobre mi regazo. Me invadió un instante de ecuanimidad, de tranquilidad, hasta que su cuerpo inerte y su falta de respiración me recordaron que no era un sueño. Vino la enfermera a llevársela, pero antes rebuscó en su bolsillo y sacó una pequeña cámara fotográfica.

-¿Desea que le tome una foto, señora?- me dijo. Reaccioné bruscamente con una expresión de sorpresa y pánico a la vez.

-No es nada más que una escena hermosa- me aseguró.       Regresé a casa al día siguiente y Rodrigo ni siquiera había notado mi ausencia. Seguía sumido en el sueño inducido por las píldoras que continuaba tomando. Me aproximé a su lado de la cama y lo remecí para que emergiera a la conciencia de una vez por todas. Tardó en incorporarse, pero al fin me miró desconcertado. Me escrutó de arriba a abajo, mientras yo trataba de encontrar las palabras adecuadas.

-Hace días que trato de hablarte- le dije-. El corazón de Maya dejó de latir en mi vientre. Acabo de regresar de la clínica, tuvieron que inducirme el parto.

Tenía miedo de que me preguntara quién era Maya, y esto no me hubiera sorprendido. En lugar de hacerlo, apretó los dientes con fuerza y comenzó a llorar. Lo tomé en mis brazos, como lo había hecho con su hija el día anterior y por fin pude liberar mi dolor y dejarme llevar por completo.

Esa primera noche en mi casa fue extraña. Había escuchado muchas veces la angustia de los padres que pasaban la noche en vela torturados por el llanto de sus bebés recién nacidos. En cambio, Rodrigo y yo pasamos esa noche torturados por los nuestros.

Pienso que el peor momento de la pérdida viene después, cuando la vida continúa para los demás y la tuya está en un limbo: la sientes flaquear, adviertes su lucha, pero compruebas con pavor que también sigue avanzando y vas dejando atrás la experiencia que te pone en contacto con tu dolor. Pasé semanas en cama, con una depresión de la que creí que nunca saldría. Rodrigo se desentendió completamente del asunto, estaba desvinculado de mi duelo y de vuelta en el trabajo.

En un momento, como un ahogado que saca la cabeza a flote y trata  de aspirar un poco de aire, quise compartir la foto de Maya con Rodrigo. Quería enseñarle cómo era su hija y cuánto se parecía a él.

-Tú te tienes que haber vuelto loca- vociferó.

Salió de la habitación y golpeó la puerta a su paso. De hecho, Rodrigo estaba irreconocible. Había sido una pareja cariñosa y empática, pero la enfermedad y la muerte de su padre lo habían trastornado, había dejado que la situación lo dominara y se había transformado. El quería pretender que su hija nunca había existido y que con otro bebé borraría la pérdida, que su muerte era una suerte de problema matemático que podía resolverse mediante la procreación. Quería que las cosas volvieran a la normalidad, como si lo normal fuera una opción, como si lo normal existiera. En una oportunidad me dijo incluso que pusiera las cosas en perspectiva, que no podía estar en ese estado por una vida que no había existido cuando acabábamos de ser testigos de la muerte de su padre, quien durante más de setenta años había dejado huella en decenas de personas. Creo que fue en ese momento -o quizás antes- cuando comprendí que nunca más podríamos estar unidos, que jamás podría compartir con él un dolor que estaba engranado en mí para siempre. Comprendí que –junto con mi hija- había perdido también a mi marido.

Aun cuando ella no sobrevivió, la espera para el nacimiento de Maya había tenido un propósito. La experiencia de sentir la vida dentro me había cambiado porque me había convertido en madre. No podía negar su existencia porque Maya vivió durante meses en mi vientre. La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar pero, a pesar de todo, yo siempre sería una madre que había tenido una hija.

 

 

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