Autor: Phillip Roth
Editorial: De Bolsillo, 2009

Primero. Esta novela es una caja de juegos metaliterarios de los que no quiero adelantar nada para no arruinarle la sorpresa al lector. Segundo. En esta ocasión Nathan Zuckerman rebasa sus fronteras y va más allá de Newark para satirizar con vehemencia la identidad judía y sobre todo el sionismo con base en Israel, estado al que se enfrenta y critica por todos los ángulos, sin dejar cabos sueltos, desde cualquier punto de vista imaginable.

 

Por:

Gabriel Canessa

Así tenemos a su amigo Shuki Elchanan, un crítico conservador de las políticas del estado israelí, que intenta disuadir a Zuckerman de representar en alguna novela lo que ha visto de Israel desde el punto de vista radical pues, según él, podría frenar la ayuda económica de EE.UU. Luego está Mordecai Lippman, un sionista radical que pretende desaparecer a todos sus enemigos árabes si es necesario para que los millones de judíos repartidos por el mundo puedan caber en Israel cuando un nuevo pogromo los quiera desaparecer. Y por si fuera poco, Jimmy Lustig un joven judío-americano convertido al judaísmo, fanático de las novelas de Zuckerman, que sueña con una Liga Israelí de Baseball y está a punto de cometer un atentado en un avión con Nathan en el asiento de al lado. También el padre de Elchanan hace una breve aparición, que Zuckerman recuerda de su primera visita a Israel, el viejo escapó de Rusia y encontró en Judea la patria soñada y le es incomprensible que Nathan(judío-americano) no quiera quedarse a vivir allí donde todo es judío: las nubes, los pájaros, los árboles, todo judío. Más tarde el problema se traslada a la campiña inglesa donde Zuckerman experimenta de primera mano el antisemitismo del que jamás ha sido víctima en Estados Unidos, un antisemitismo que no sólo asocia a los judíos con la avaricia o la tacañería sino incluso con un particular mal olor, un antisemitismo tan rancio como del que huyeron sus abuelos de Galitzia.

Tercero. Tenemos el problema de salud de Henry, hermano de Nathan, que puede llevarlo a la muerte o a la búsqueda de su propia redención, según le apetezca a la retorcida imaginación de Zuckerman que tiene que enfrentar un problema similar para poder quedarse con su amante inglesa y hacer realidad el último capítulo del libro. Si las líneas anteriores de este párrafo resultan ambiguas es porque aquí entramos en el terreno metaliterario de la novela (incluso nos empezamos a preguntar si de verdad se trata de una novela) o el alucinado tour de force en el que Nathan Zuckerman prueba con las opciones de cambiar el destino según las decisiones que tomamos, trazando una contravida, una posibilidad distinta a la vida que tenemos: lo que podría ser.

El sexo es tal vez la pulsión más fuerte en la novela, el catalizador de estas decisiones (de vida o muerte) que pueden llevar a los protagonistas a la realización, la destrucción o la redención (al menos en cierto plano de la realidad). Otro motivo para la contravida es salir de la monotonía de la existencia para experimentar nuevos límites. Acumular la suficiente fuerza y egoísmo, dejar de ser una buena persona para ir en la búsqueda de nuestros deseos más profundos —en sacrificio de la comodidad y la propia familia—, lejos de la soporífera rutina que nos terminará consumiendo.

Cuarto. El rompecabezas metaliterario se resuelve en un punto en el que no estamos seguro de qué es realidad y qué es mera ficción (dentro de la realidad novelada en La contravida), incluso nos preguntamos si acaso no es todo, todo en absoluto, pura invención y tras bambalinas Nathan Zuckerman está riéndose y detrás de Zuckerman, Peter Tarnopol está riéndose y detrás de Tarnopol, Philip Roth está riéndose y el público, nosotros, nos reímos y aplaudimos en el auditorio al final de la comedia sin estar muy seguros de qué le ha pasado a nuestro querido Nathan.
Fragmento:

«Le dije al padre de Shuki que para ser el judío que yo era, ni más ni menos que el judío que deseaba ser, no me hacía más falta vivir en una nación judía que a él —por lo que me había parecido colegir— rezar tres veces al día en una sinagoga. Mi paisaje no era el desierto de Negev, ni los montes de Galilea, ni las llanuras ribereñas de la antigua Filistea; era la Norteamérica industrial, la de los inmigrantes: era Newark, el sitio donde me había criado, Chicago, donde estudié, y Nueva York, donde ahora vivía, en un semisótano de una calle del Lower East Side, entre ucranianos y puertorriqueños pobres. Mi texto sagrado no era la Biblia, sino toda una serie de novelas traducidas del ruso, del alemán, del francés, a la lengua en que ahora empezaba a escribir y publicar mi propia narrativa: no era el registro semántico del hebreo clásico lo que me ponía en marcha, sino el agitado ritmo del inglés norteamericano. Yo no era un sobreviviente judío de un campo de exterminio nazi en busca de refugio seguro y acogedor, ni un socialista judío para quien la fuente primaria de injusticia era el malvado capital, ni un nacionalista para quien la cohesión constituyera la necesidad política judía por antonomasia, ni era un judío creyente, ni un judío erudito, ni un judío xenófobo, de los que no soportan la proximidad de los goyim, los gentiles. Era el nieto nacido en EE.UU. de un simple comerciante judío de Galitzia que, a fines del siglo pasado, llegó él solo a la misma conclusión profética que Theodor Herzl, es decir que no había futuro para ellos en la Europa cristiana, que no podían seguir siendo ellos mismos sin provocar la violencia en poderes siniestros contra los cuales no tenían medio alguno de defensa; pero que, en vez de luchar por salvar al pueblo judío de la destrucción fundando una patria en un rincón remoto del imperio otomano que en tiempos fue la Palestina bíblica, se dedicaron a salvar el propio pellejo. Si podía considerarse sionismo el hecho de asumir la responsabilidad por la propia supervivencia como judío, en vez de traspasársela a otros, ése era el sionismo que estos hombres practicaban. Y funcionó. A diferencia de ellos, yo no crecí acorralado entre campesinos católicos en quienes cualquier sacerdote de pueblo o terrateniente local podían provocar un arrebato de odio a los judíos. Es más, y más pertinente: la legitimación política de mis abuelos no se plantea en medio de una población indígena extranjera, que en modo alguno se considera obligada por los derechos bíblicos de los judíos ni tiene por qué acatar lo que Dios dicta en un libro judío sobre lo que es o deja de ser territorio judío a perpetuidad. A la larga, puede incluso que yo esté mucho más seguro, como judío, en mi patria, de lo que el señor Elchanan, Shuki y sus descendientes podrán nunca estarlo en la suya.»

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