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(CUENTO) «Aquella esquina del distrito, que lindaba con el desierto de la Panamericana Sur, era llamada la Cantina, conocida por sus calles infestadas de borrachos y drogadictos. No de los fumones usuales, como los llamaba Jonás; estos eran de los que se inyectaban cojudeces extranjeras, con nombres gringos y de colores extraños. Demon hair, Angel dust, Probolatium… sustancias que transformaban el vecindario en un sitio peculiarmente sanguinario por las noches».

           …y muy tarde me di cuenta, que aquella rosa tenía dientes.

        Anónimo

Por:

Jorge Ureta

—No me demoro —dijo, dándole un último vistazo a María, que asintió con un gesto.

Aquella esquina del distrito, que lindaba con el desierto de la Panamericana Sur, era llamada la Cantina, conocida por sus calles infestadas de borrachos y drogadictos. No de los fumones usuales, como los llamaba Jonás; estos eran de los que se inyectaban cojudeces extranjeras, con nombres gringos y de colores extraños. Demon hair, Angel dust, Probolatium… sustancias que transformaban el vecindario en un sitio peculiarmente sanguinario por las noches.

Jonás conocía sus calles, había nacido ahí y, para bien o para mal, había sobrevivido. Quizá por eso no comprendía como un banco abriese sus puertas en un lugar así, en medio del muladar. El nombre era de una empresa de la que nunca había escuchado: Aztaroth. El banco Aztaroth. ¿Marca inglesa? Hasta ese entonces no le había prestado la necesaria atención o tal vez no lo había visto. Se encontraba muy bien escondido en aquella maraña de edificios sucios y callejuelas empapadas en orine.

Jonás sonrió, viendo los dos portones de cristal sobre las escaleras que hacían de entrada.

«¿Lo habrían atracado antes?», se dijo.

Metió la mano debajo de su pantalón y apretó fuertemente el mango de su arma.

Había estudiado el lugar, percatándose de tres elementos importantes para sacar de virgen el sitio. Primero:

—Nunca hay guachimán —dijo, subiendo las escaleras.

Segundo:

—Solo hay un cajero —se situó delante de la puerta, de cara a su reflejo en los cristales de la mampara.

Tercero:

—No usan llave para abrir el cajoncillo.

Jonás trajo hacia delante el maletín que llevaba y abrió el cierre. Empero, aquello último no era lo gracioso, sino, la hoja de papel en el reverso de una de las dos mamparas de vidrio, pegada con cinta adhesiva.

Jonás se acercó hacia la hoja; el rostro de una cabra sonriente y de gafas negras se encontraba ahí, dibujado, bajo un enunciado en letras negras aparentemente hechas con un lapicero de tinta azul:

“Seguridad Capricornio”.

—Qué estupidez —desenfundó el arma del pantalón y entró al banco— ¡Quieto! —gritó, apuntando al cajero.

El único cliente, un anciano de canas, lo miró confundido, recogiendo sus manos en el pecho. Jonás caminó lentamente hacia el empleado, hasta darse cuenta que había desaparecido.

—¡Sal de ahí! ¡No te agaches! —ordenó, corriendo hacia la ventanilla.

Saltó hacia el otro lado y lo buscó con la mirada. No estaba.

—Hijo de puta —dijo, alzando la vista. Tampoco veía el otro tipo.

«Se escaparon», pensó.

Debía apurarse. Abrió el cajoncillo; varios fajos de billetes se disponían apilados uno bajo otro. Verdes, rojizos, azules. Jonás los tomó todos y llenó su maletín.

—Un pajazo —rió, mientras vaciaba el cajón.

Al terminar, brincó hacia el otro lado del mostrador; y se detuvo en seco. Parado frente a él se encontraba un sujeto con traje de guachimán.

Jonás mordió su labio inferior, y rápidamente lo apuntó con su Taurus 9mm. ¿De dónde había salido? No lo había visto, pensó.

—Ni te atrevas, mierda —le dijo—. Está cargada. Nadie te va a ayudar acá. Este es mi barrio, causita.

Jonás movió el pulgar para quitarle el seguro a su arma, caminando hacia a la puerta. El guachimán, por otro lado, elevó sus brazos.

—¡Quédate quieto! —gritó Jonás— ¡Quédate quieto, mierda, no estoy jugando! —repitió, viéndolo acercarse.

Jonás disparó, y el dedo con el que suponía accionar el gatillo golpeó la palma de su mano.

—¿Qué pasó? —dijo, volviendo hacia sus dedos. La Taurus no estaba ahí.

El guachimán disparó, y Jonás fue lanzado al suelo.

—¡Espera! ¡Qué te pasa! —gritó, tocándose el muslo. Le habían arrancado un pedazo de piel. Otro disparo.

—¡Agh! —los dedos de su brazo izquierdo comenzaron a cosquillear. Trató de apoyarse y flaqueó. Desde un diminuto orificio en su hombro brotaba sangre a borbotones— ¡Dios! —rugió Jonás.

El guachimán caminó unos pasos hasta situarse arriba de él, y lo miró fijamente. Jonás observó que la Taurus que el guachimán llevaba era idéntica a la que  había traído.

—¿Qué está pasando? —preguntó Jonás, con la voz temblorosa.

Jonás recibió el impacto de una bala en el estómago, y un sabor amargo emergió por su garganta.

—¡Ma… María! —tosió Jonás— ¡María, auxilio! ¡María, entra!

Un líquido caliente comenzó a correr por sus tetillas.

—Dios mío… Dios mío… —jadeó Jonás—, Dios mío —trató de sostenerse nuevamente. Se encontraba echado sobre un gran charco rojo—, Dios mío —repitió, sus ojos se llenaron de lágrimas.

El guachimán una vez más, se preparaba para disparar.

—No… por favor —pidió.

Otro disparo, en la pierna. Otro, en la mano. Otro, en el pecho. Otro. Otro. Otro. Otro.

El sujeto frente a él mantenía el brazo extendido, a la vez que apretaba el gatillo mecánicamente, y Jonás se sacudía con cada impacto. Escuchó, entonces, los pies de aquel sujeto acercándose, chapoteando en la sangre alrededor.

—¿Acabó… acabó? —farfulló Jonás. Un grumo rojizo se desprendió de su boca— Esa pistola… —continuó, balbuceando—, tiene muchas balas, ¿no? —sus ojos se entrecerraban— ¿Dónde…  la compraste?

El guachimán se situó a un lado y empujó el cañón del arma en la cabeza de Jonás.

—Ay… carajo.

El disparo hizo temblar sus piernas violentamente. Jonás sentía que le habían introducido una canica hirviendo, y que su nuca se había quebrado. Al instante, unos dedos comenzaron a rebuscar dentro de su cabeza, y menearse por su cerebro.

El cuerpo de Jonás temblaba involuntariamente, sus brazos y piernas se sacudían mientras aquel guachimán movía su mano dentro de Jonás.

—¡Aquí esta! —gritó el guachimán con voz ronca.

El tipo agarró algo dentro la cabeza de Jonás, lo oprimió un par de veces, y tiró de él. Luego se paró.

Jonás advirtió que ahora se encontraba entre las palmas del guachimán, en el interior, inmóvil. Tampoco lograba ver su cuerpo.

El guachimán lo acercó hacia sus ojos, y susurró:

—La casa… de Jesús.

Se detuvo unos segundos viendo a Jonás fijamente; y un momento después, se lo metió en la boca.

Jonás cayó dentro de un suelo viscoso y un gran objeto lo aplastó enérgicamente, haciendo que reventara. El pánico lo invadió. Parte de él había explotado. Otra vez, aquel objeto se elevó y volvió a aplastarlo. Lo golpeaba una vez más, y otra vez, hasta volverlo pequeños fragmentos. Era como si estuviese siendo hervido.

Sus ideas se mezclaban, y su percepción comenzaba a reducirse, y abrían paso al vacío, un vacío que lo invadía con terror. Y era lo único que Jonás aun sentía con mucha lucidez y claridad, un gélido terror. Por lo demás, no podía gritar, no podía ver, no podía escuchar.  Jonás no se encontraba dentro de la boca del guachimán, estaba dentro de una oscuridad total.

En un momento dejó de sentir incluso el objeto que lo aplastaba, sin saber cuánto tiempo estuvo así. Tal vez unos minutos, unos días, unos años. Aun podía pensar, y eso lo angustiaba aun más.

Quizá lo poco que recordaba había sido parte de algo, tal vez de las ideas que había generado en ese sitio. Quizá nunca había vivido. Quizá siempre había existido en ese lugar. Quizás ese sitio…

Jonás se situó delante de la puerta, de cara a su reflejo en los cristales de la mampara.

«¿Reflejo? », pensó.

Se palpó el rostro con una mano… y se derrumbó, cayendo de rodillas. Estuvo temblando por unos segundos en el mismo lugar, hasta que arrojó la maleta y se recorrió el cuerpo con las manos, desesperado. Pequeños gemidos emanaban de sus labios. Frente a él, se mostraba el dibujo de la cabra.

Jonás acercó la mirada. Los lentes oscuros en la cabra habían desaparecido, y dos ojos insólitamente humanos en aquella imagen lo observaban. Aquellos ojos… parpadearon dos veces.

—Avanza —ordenó Jonás, entrando al auto.

María lo miraba fijamente, confundida.

—¿Olvidaste algo? ¿Por qué regresas?

—¡Avanza, carajo! —gritó.

María rápidamente movió la palanca de cambios y apretó el acelerador, escuchando a Jonás, que había comenzado a llorar.

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