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(FRAGMENTO) Mi mamá me tomó del brazo y me sacó a la calle por la puerta de servicio de la prefectura. Fuimos caminando hacia el malecón Eguiguren. Eran los últimos días de 1946 o los primeros de 1947, pues ya habíamos dado los exámenes en el Salesiano, yo había terminado el quinto de primaria y ya estaba allí el verano de Piura, de luz blanca y asfixiante calor.

Por:

Mario Vargas Llosa

 

—Tú ya lo sabes, por supuesto —dijo mi mamá, sin que lo temblara la voz—. ¿No es cierto?

—¿Qué cosa?

—Que tu papá no estaba muerto. ¿No es cierto?

—Por supuesto. Por supuesto.

Pero no lo sabía, ni remotamente lo sospechaba, y fue como si el mundo se me paralizara de sorpresa. ¿Mi papá, vivo? ¿Y dónde había estado todo el tiempo en que yo lo creí muerto? Era una larga historia que hasta ese día —el más importante de todos los que había vivido hasta entonces y, acaso, de los que viviría después— me había sido cuidadosamente ocultada por mi madre, mis abuelos, la tía abuela Elvira —la Mamaé— y mis tíos y tías, esa vasta familia con la que pasé mi infancia, en Cochabamba, primero, y, desde que nombraron prefecto de esta ciudad al abuelo Pedro, aquí, en Piura. Una historia de folletín, truculenta y vulgar, que —lo fui descubriendo después, a medida que la reconstruía con datos de aquí y allá y añadidos imaginarios donde resultaba imposible llenar los blancos— había avergonzado a mi familia materna (mi única familia, en verdad) y destruido la vida de mi madre cuando era todavía poco más que una adolescente.

Una historia que había comenzado once años atrás, a más de dos mil kilómetros de este malecón Eguiguren, escenario de la gran revelación. Mi madre tenía diecinueve años. Había ido a Tacna acompañando a mi abuelita Carmen —que era tacneña— desde Arequipa, donde vivía la familia, para asistir al matrimonio de algún pariente, aquel 10 de marzo de 1934, cuando, en lo que debía ser un precario y recientísimo aeropuerto de esa pequeña ciudad de provincia, alguien le presentó al encargado de la estación de radio de Panagra, versión primigenia de la Panamerican: Ernesto J. Vargas. Él tenía veintinueve años y era muy buen mozo. Mi madre quedó prendada de él desde ese instante y para siempre. Y él debió enamorarse también, pues, cuando, luego de unas semanas de vacaciones tacneñas, ella volvió a Arequipa, le escribió varias cartas e, incluso, hizo un viaje a despedirse de ella al trasladarlo la Panagra al Ecuador. En esa brevísima visita a Arequipa se hicieron formalmente novios. El noviazgo fue epistolar; no volvieron a verse hasta un año después, cuando mi padre —al que la Panagra acababa de mutar de nuevo, ahora a Lima— reapareció por Arequipa para la boda. Se casaron el 4 de junio de 1935, en la casa donde vivían los abuelos, en el bulevar Parra, adornada primorosamente para la ocasión, y en la foto que sobrevivió (me la mostrarían muchos años después), se ve a Dorita posando con su vestido blanco de larga cola y tules traslúcidos, con una expresión nada radiante, más bien grave, y en sus grandes ojos oscuros una sombra inquisitiva sobre lo que le depararía el porvenir.

Lo que le deparó fue un desastre. Después de la boda, viajaron a Lima de inmediato, donde mi padre era radiooperador de la Panagra. Vivían en una casita de la calle Alfonso Ugarte, en Miraflores. Desde el primer momento, él sacó a traslucir lo que la familia Llosa llamaría, eufemísticamente, «el mal carácter de Ernesto». Dorita fue sometida a un régimen carcelario, prohibida de frecuentar amigos y, sobre todo, parientes, obligada a permanecer siempre en la casa. Las únicas salidas las hacía acompañada de mi padre y consistían en ir a algún cinema o a visitar al cuñado mayor, César, y a su esposa Orieli, que vivían también en Miraflores. Las escenas de celos se sucedían por cualquier pretexto y a veces sin pretexto y podían degenerar en violencias.

Muchos años más tarde, cuando yo ya tenía canas y me fue posible hablar con ella de los cinco meses y medio que duró su matrimonio, mi madre seguía aún repitiendo la explicación familiar del fracaso conyugal: el mal carácter de Ernesto y sus celos endemoniados. Y echándose algo de la culpa, pues, tal vez, el haber sido una muchacha tan mimada, para quien la vida en Arequipa había sido tan fácil, tan cómoda, no la preparó para esa prueba difícil, pasar de la noche a la mañana a vivir en otra ciudad, con una persona tan dominante, tan distinta de quienes la habían rodeado.

Pero la verdadera razón del fracaso matrimonial no fueron los celos, ni el mal carácter de mi padre, sino la enfermedad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estratos y familias del país y en todos deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales. Porque Ernesto J. Vargas, pese a su blanca piel, sus ojos claros y su apuesta figura, pertenecía —o sintió siempre que pertenecía, lo que es lo mismo— a una familia socialmente inferior a la de su mujer. Las aventuras, desventuras y diabluras de mi abuelo Marcelino habían ido empobreciendo y rebajando a la familia Vargas hasta el ambiguo margen donde los burgueses empiezan a confundirse con eso que los que están más arriba llaman el pueblo, y en el que los peruanos que se creen blancos empiezan a sentirse cholos, es decir, mestizos, es decir, pobres y despreciados. En la variopinta sociedad peruana,  acaso en todas las que tienen muchas razas y astronómicas desigualdades, blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas que raza o etnia: ellos sitúan a la persona social y económicamente, y estos factores son muchas veces los determinantes de la clasificación. Ésta es flexible y cambiante, supeditada a las circunstancias y a los vaivenes de los destinos particulares. Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos —desdén, desprecio, envidia, rencor, admiración, emulación— que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana. Es un grave error, cuando se habla de prejuicio racial y de prejuicio social, creer que éstos se ejercen sólo de arriba hacia abajo; paralelo al desprecio que manifiesta el blanco al cholo, al indio y al negro, existe el rencor del cholo al blanco y al indio y al negro, y de cada uno de estos tres últimos a todos los otros, sentimientos, pulsiones o pasiones, que se emboscan detrás de las rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, culturales y personales, según un proceso al que ni siquiera se puede llamar hipócrita, ya que rara vez es lúcido y desembozado. La mayoría de las veces es inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano.

Ése fue probablemente el caso de mi padre. Más íntima y decisiva que su mal carácter o que sus celos, estropeó su vida con mi madre la sensación, que nunca lo abandonó, de que ella venía de un mundo de apellidos que sonaban —esas familias arequipeñas que se preciaban de sus abolengos españoles, de sus buenas maneras, de su hablar castizo—, es decir, de un mundo superior al de su familia, empobrecida y desbaratada por la política.

Mi abuelo paterno, Marcelino Vargas, había nacido en Chancay y aprendido el oficio de radiooperador, que enseñaría a mi padre en las breves pausas de su agitada existencia. Pero la pasión de su vida fue la política. Entró a Lima por la puerta de Cocharcas con las montoneras de Piérola, el 17 de marzo de 1885, cuando era un mozalbete. Y fue después fiel seguidor del caudillo liberal Augusto Durán, en cuyas peripecias políticas lo acompañó, por lo que vivió a salto de mata, pasando de prefecto de Huánuco a deportado en Ecuador y preso y prófugo en muchas ocasiones. Esta sobresaltada vida obligó a mi abuela Zenobia Maldonado —una mujer a la que las fotos muestran con expresión implacable y de quien mi padre decía conmovido que no vacilaba en azotarlos hasta la sangre a él y a sus hermanos cuando se portaban mal— a hacer toda clase de milagros para dar de comer a sus cinco hijos, a los que prácticamente crió y educó ella sola (tuvo ocho, pero tres murieron a poco de nacer).

El pez en el agua recorre dos épocas en la vida de Mario Vargas Llosa que enmarcan buena parte de su producción literaria. En la primera, desde sus primeros años hasta su partida a Europa, asistimos al nacimiento de una vocación literaria y descubrimos muchas de aquellas vivencias que serán el mimbre de tantas novelas. (Librerías Gandhi-Mex)

Debieron vivir muy pobremente, pues mi padre estudió en un colegio nacional —el Guadalupe—, que abandonó a los trece años para contribuir al mantenimiento de la familia. Trabajó como aprendiz, en la zapatería de un italiano, y luego, gracias a los rudimentos de radiotelegrafía que le enseñó don Marcelino, en el correo, como radio-operador. En 1925 murió mi abuela Zenobia y ese mismo año mi padre estaba en Pisco, de telegrafista. Un día compró a medias con un amigo un boleto de la lotería de Lima que salió premiado con el premio mayor: ¡cien mil soles! Con los cincuenta mil que le tocaron, una fortuna para la época, se fue a Buenos Aires (que, en la opulenta Argentina de los años veinte, era para América Latina lo que París para Europa), donde llevó una vida disipada en la que su dinero se agotó rápidamente. Con las sobras, tuvo la prudencia de perfeccionar sus estudios de radiotelefonía, en la Trans Radio, donde sacó un diploma profesional. Un año después ganó un concurso como segundo operador de la marina mercante argentina, en la que permaneció cinco años, viajando por todos los mares del mundo. (De esta época era una fotografía de él, muy apuesto, en uniforme azul marino, que adornó mi velador toda mi infancia cochabambina y que, al parecer, yo besaba al meterme a la cama, dando las buenas noches a «mi papacito que está en el cielo»).

Regresó al Perú hacia 1932 o 1933, contratado por la Panagra como operador de vuelo. En esos avioncitos pioneros estuvo volando más de un año por los inexplorados cielos peruanos hasta que, en 1934, fue destinado al aeropuerto de Tacna, donde se produjo aquel encuentro de marzo de 1934 gracias al cual vine al mundo.

Esa existencia transeúnte y diversa no liberó a mi padre de los tortuosos rencores y complejos de que está hecha la psicología de los peruanos. De algún modo y por alguna complicada razón, la familia de mi madre llegó a representar para él lo que nunca tuvo o lo que su familia perdió —la estabilidad de un hogar burgués, el firme tramado de relaciones con otras familias semejantes, el referente de una tradición y un cierto distintivo social— y, como consecuencia, concibió hacia esa familia una animadversión que emergía con cualquier pretexto y se volcaba en improperios contra los Llosa en sus ataques de rabia. En verdad, estos sentimientos tenían muy poco sustento ya en aquella época —mediados de los años treinta—, pues la familia Llosa, que había sido, desde que llegó a Arequipa el primero de la estirpe —el maese de campo don Juan de la Llosa y Llaguno—, acomodada y con ínfulas aristocráticas, había venido decayendo hasta ser, en la generación de mi abuelo, una familia arequipeña de clase media de modestos recursos. Eso sí, bien relacionada y firmemente establecida en el mundillo de la sociedad. Era esto último, probablemente, lo que ese ser desenraizado, sin familia y sin pasado, que era mi padre, nunca pudo perdonarle a mi mamá. Mi abuelo Marcelino, luego de la muerte de doña Zenobia, había culminado su peripecia aventurera con algo que llenaba de vergüenza a mi progenitor: yéndose a vivir con una india de trenza y pollera a un pueblecito de los Andes centrales, donde terminó su existencia, nonagenario y cargado de hijos, como jefe de estación del Ferrocarril Central. Ni siquiera los Llosa provocaban invectivas semejantes a las que le inspiraba don Marcelino, las raras veces que se refería a él. Su nombre era tabú en la casa, así como todo lo que se vinculaba a su persona. (Y, sin duda por ello, yo alenté siempre una secreta simpatía por el abuelo paterno que nunca conocí).

Mi madre quedó embarazada, esperándome, a poco de casarse. Esos primeros meses de embarazo los pasó sola en Lima, con la compañía eventual de su cuñada Orieli. Las peleas domésticas se sucedían y la vida para mi madre era muy difícil, pese a lo cual su apasionado amor a mi padre no disminuyó. Un día, desde Arequipa, la abuelita Carmen anunció que vendría a estar al lado de mi madre durante el parto. Mi padre había sido encargado de ir a La Paz a abrir la oficina de Panagra. Como la cosa más natural del mundo dijo a su mujer: «Anda tú a tener el bebe a Arequipa, más bien». Y arregló todo de tal manera que mi madre no pudo sospechar lo que tramaba. Aquella mañana de noviembre de 1935, se despidió como un marido cariñoso de su esposa embarazada de cinco meses.

Nunca más la llamó ni le escribió ni dio señales de vida, hasta diez años después, es decir, hasta muy poco antes de esa tarde en que, en el malecón Eguiguren de Piura, mi mamá me revelaba que el padre al que yo hasta entonces había creído en el cielo, estaba aún en esta tierra, vivo y coleando.

—¿No me estás mintiendo, mamá?

—¿Crees que te voy a mentir en una cosa así?

—¿De veras está vivo?

—Sí.

—¿Lo voy a ver? ¿Lo voy a conocer? ¿Dónde está, pues?

—Aquí, en Piura. Lo vas a conocer ahora mismo.

Cuando ya pudimos hablar de eso, muchos años después de aquella tarde y muchos años después de que mi padre hubiera muerto, a mi madre todavía le temblaba la voz y se le llenaban los ojos de lágrimas, recordando la desazón de aquellos días, en Arequipa, cuando, ante el total enmudecimiento de su marido —no llamadas por teléfono, no telegramas, no cartas, ningún mensaje indicando sus señas en Bolivia—, comenzó a sospechar que había sido abandonada y que, dado su famoso carácter, sin duda nunca lo volvería a ver ni a saber de él. «Lo peor de todo», dice, «fueron las habladurías. Lo que la gente inventó, los chismes, las mentiras, los rumores. ¡Tenía tanta vergüenza! No me atrevía a salir de la casa. Cuando alguien venía a visitar a los papas, me encerraba en mi cuarto y echaba la llave». Menos mal que el abuelito Pedro, la abuela Carmen, la Mamaé y todos sus hermanos se habían portado tan bien. Acariñándola, protegiéndola y haciéndole sentir que, aunque había perdido a su marido, siempre tendría un hogar y una familia.

En el segundo piso de la casa del bulevar Parra, donde vivían los abuelos, nací en la madrugada del 28 de marzo de 1936, después de largo y doloroso alumbramiento. El abuelo envió un telegrama a mi padre, a través de la Panagra, anunciándole mi venida al mundo. No respondió, ni tampoco una carta que mi madre le escribió contándole que me habían bautizado con el nombre de Mario. Como ignoraban si no contestaba porque no quería hacerlo o porque no le llegaban los mensajes, mis abuelos pidieron a un pariente que vivía en Lima, el doctor Manuel Bustamante de la Fuente, que lo buscara en la Panagra. Éste fue a hablar con él al aeropuerto, donde mi padre había retornado luego de unos meses en Bolivia. Su reacción fue exigir el divorcio. Mi madre consintió y aquél se hizo, por mutuo disenso, a través de abogados, sin que los ex cónyuges tuvieran que verse las caras.

Ese primer año de vida, el único que he pasado en la ciudad donde nací y del que nada recuerdo, fue un año infernal para mi madre así como para los abuelos y el resto de la familia —una familia prototípica de la burguesía arequipeña, en todo lo que la expresión tiene de conservador—, que compartían la vergüenza de la hija abandonada y, ahora, madre de un hijo sin padre. Para la sociedad de Arequipa, prejuiciosa y pacata, el misterio de lo ocurrido a Dorita excitaba las habladurías. Mi madre no ponía los pies en la calle, salvo para ir a la iglesia, y se dedicó a cuidar al niño recién nacido, secundada por mi abuela y la Mamaé que hicieron del primer nieto la persona mimada de la casa.

Un año después de nacido yo, el abuelo firmó un contrato de diez años con la familia Said para ir a trabajar unas tierras que ésta acababa de adquirir en Bolivia, cerca de Santa Cruz —la hacienda de Saipina— donde quería introducir el cultivo del algodón, que aquél había sembrado con éxito en Camaná. Aunque nunca me lo dijeron, nadie puede quitarme de la cabeza que la infortunada historia de su hija mayor, y la tremenda incomodidad que les causaba el abandono y el divorcio de mi madre, impulsaron al abuelo a aceptar aquel trabajo que sacó a la familia de Arequipa, adonde nunca volvería. «Fue para mí un gran alivio ir a otro país, a otra ciudad, donde la gente me dejara en paz», dice mi madre de aquella mudanza.

La familia Llosa se trasladó a Cochabamba, entonces una ciudad más vivible que el pueblecito minúsculo y aislado que era Santa Cruz, y se instaló en una enorme casa de la calle Ladislao Cabrera, en la que transcurrió toda mi infancia. La recuerdo como un Edén. Tenía un zaguán de techo alto y combado que devolvía las voces, y un patio con árboles donde, con mis primas Nancy y Gladys y mis amigos de La Salle, reproducíamos las películas de Tarzán y las seriales que veíamos los domingos, después de la misa del colegio, en las matinales del cine Rex. Alrededor de ese primer patio había una terraza con pilares, unas lonas para el sol y unas mecedoras donde el abuelo Pedro, cuando no estaba en la hacienda, solía dormir la siesta, columpiándose, con unos ronquidos que a mí y a mis primas nos divertían a morir. Había otros dos patios, uno de baldosas y otro de tierra, donde estaban el lavadero, los cuartos de la servidumbre y unos corrales en los que había siempre gallinas y, en una época, una cabrita que trajeron de Saipina y que la abuela terminó por adoptar. Uno de mis primeros terrores de infancia fue esta cabrita que, cuando se soltaba de su amarra, la emprendía a topetazos con todo lo que se le ponía delante, causando una revolución en la casa. En otra época hubo también una lorita parlanchina, que imitaba las ruidosas pataletas que me aquejaban con frecuencia, y chillaba como yo: «¡Abuelaaa, abuelaaa!».

Mario Vargas Llosa junto a su mamá, Dora Llosa. A esta edad ya creía que su papá estaba muerto.(http://radio.rpp.com.pe/letraseneltiempo/files/2010/12/vargasllosa_webrpp011.jpg)

La casa era enorme pues cabíamos en ella, con cuartos propios, los abuelos, la Mamaé, mi mamá y yo, mis tíos Laura y Juan y sus hijas Nancy y Gladys, los tíos Lucho y Jorge, y el tío Pedro, que estudiaba medicina en Chile pero venía a pasar vacaciones con nosotros. Y, además, las sirvientas y la cocinera, nunca menos de tres.

En aquella casa fui engreído y consentido hasta unos extremos que hicieron de mí un pequeño monstruo. El engreimiento se debía a que era el primer nieto para los abuelos y el primer sobrino de los tíos, y también a ser el hijo de la pobre Dorita, un niño sin papá. El no tener papá, o, mejor dicho, que mi papá estuviera en el cielo, no era algo que me atormentara; al contrario, esa condición me confería un status privilegiado, y la falta de un papá verdadero había sido compensada con varios sustitutorios: el abuelo y los tíos Juan, Lucho, Jorge y Pedro.

Mis diabluras hicieron que mi mamá me matriculara en La Salle a los cinco años, uno antes de lo que recomendaban los Hermanos. Aprendí a leer poco después, en la clase del hermano Justiniano, y esto, lo más importante que me pasó en la vida hasta aquella tarde del malecón Eguiguren, sosegó en algo mis ímpetus. Pues la lectura de los Billikens, Penecas, y toda clase de historietas y libros de aventuras se convirtió en una ocupación apasionante, que me tenía quieto muchas horas. Pero la lectura no me impedía los juegos y era capaz de invitar a toda mi clase a tomar el té a la casa, excesos que la abuelita Carmen y la Mamaé, a quienes si Dios y el cielo existen espero hayan premiado adecuadamente, soportaban sin chistar, preparando con afán los panes con mantequilla, los refrescos y el café con leche para todo ese enjambre.

El año entero era una fiesta. Había los paseos a Cala-Cala, ir a comer empanadas salteñas a la plaza los días de retreta, al cine y a jugar a casa de los amigos, pero había dos fiestas que destacaban, por la emoción y felicidad que me traían: los carnavales y la Navidad. Llenábamos globos de agua con anticipación y llegado el día mis primas y yo bombardeábamos a la gente que pasaba por la calle y espiábamos encandilados a los tíos y a las tías mientras se vestían con fantásticos vestidos para ir a los bailes de disfraces. Los preparativos de la Navidad eran minuciosos. La abuela y la Mamaé sembraban el trigo en unas latitas especiales, para el Nacimiento, laboriosa construcción animada con figuritas de pastores y animalitos en yeso que la familia había traído desde Arequipa (o, tal vez, la abuelita, desde Tacna). El arreglo del árbol era una ceremonia feérica. Pero nada resultaba tan estimulante como escribirle al Niño Jesús —aún no lo había reemplazado Papá Noel— unas cartitas con los regalos que uno quería que le trajera el 24 de diciembre. Y meterse a la cama aquella noche, temblando de ansiedad, y entrecerrar los ojos queriendo y no queriendo ver la sigilosa aparición del Niño Jesús con los regalos —libros, muchos libros— que dejaría al pie de la cama y que yo descubriría al día siguiente con el pecho reventando de la excitación.

Mientras estuve en Bolivia, hasta fines de 1945, creí en los juguetes del Niño Dios, y en que las cigüeñas traían a los bebes del cielo, y no cruzó por mi cabeza uno solo de aquellos que los confesores llamaban malos pensamientos; ellos aparecieron después, cuando ya vivía en Lima. Era un niño travieso y llorón, pero inocente como un lirio. Y devotamente religioso. Recuerdo el día de mi primera comunión como un hermoso acontecimiento; las clases preparatorias que nos dio, cada tarde, el hermano Agustín, director de La Salle, en la capilla del colegio y la emocionante ceremonia —yo con mi vestido blanco para la ocasión y toda la familia presente— en que recibí la hostia de manos del obispo de Cochabamba, imponente figura envuelta en túnicas moradas cuya mano yo me precipitaba a besar cuando lo cruzaba en la calle o cuando aparecía por la casa de Ladislao Cabrera (que era, también, el consulado del Perú, cargo que el abuelo había asumido ad honorem). Y el desayuno con chocolate caliente y pastelillos que nos dieron a los primeros comulgantes y a nuestras familias en el patio del plantel.

De Cochabamba recuerdo las deliciosas empanadas salteñas y los almuerzos de los domingos, con toda la familia presente —el tío Lucho ya estaba casado con la tía Olga, sin duda, y el tío Jorge con la tía Gaby—, y la enorme mesa familiar, donde se recordaba siempre el Perú —o quizás habría que decir Arequipa— y donde todos esperábamos que a los postres hicieran su aparición las deliciosas sopaipillas y los guargüeros, unos postres tacneños y moqueguanos que la abuelita y la Mamaé hacían con manos mágicas. Recuerdo las piscinas de Urioste y de Berveley, a las que me llevaba el tío Lucho, en las que aprendí a nadar, el deporte que más me gustó de chico y en el único que llegué a tener cierto éxito. Y recuerdo también, con qué cariño, las historietas y los libros que leía con concentración y olvido místicos, totalmente inmerso en la ilusión —las historias de Genoveva de Brabante y de Guillermo Tell, del rey Arturo y de Cagliostro, de Robin Hood o del jorobado Lagardère, de Sandokán o del Capitán Nemo, y, sobre todo, la serie de Guillermo, un niño travieso de mi edad de quien cada libro narraba una aventura, que yo intentaba repetir luego en el jardín de la casa—. Y recuerdo mis primeros garabatos de fabulador, que solían ser versitos, o prolongaciones y enmiendas de las historias que leía, y que la familia me celebraba. El abuelo era aficionado a la poesía —mi bisabuelo Belisario había sido poeta y publicado una novela— y me enseñaba a memorizar versos de Campoamor o de Rubén Darío y tanto él como mi madre (que tenía en su velador un ejemplar de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, que me prohibió leer) me festejaban esas temeridades preliterarias como gracias a dos miembros añadidos a la familia por la bondad de la abuelita Carmen: Joaquín y Orlando. El primero era un chiquillo poco mayor que yo, al que el abuelo Pedro había encontrado en la hacienda de Saipina, sin padres, parientes ni papeles. Compadecido, lo llevó a Cochabamba, donde había compartido la vida de los sirvientes de la casa. Creció con nosotros y la abuela no se resignó a dejarlo, de manera que pasó a formar parte del cortejo familiar. Orlando, algo menor, era hijo de una cocinera cruceña llamada Clemencia, a quien recuerdo alta, fachosa y con los cabellos siempre sueltos. Un día quedó embarazada y la familia no pudo averiguar de quién. Después de dar a luz, desapareció, abandonando al recién nacido en la casa. Los intentos por averiguar su paradero fueron vanos. La abuelita Carmen, encariñada con el niño, se lo trajo al Perú.

A lo largo de todo aquel viaje, cruzando el altiplano en tren, o el lago Titicaca en el vaporcito que hacía la travesía entre Huaqui y Puno, pensaba, sin descanso: «Voy a ver el Perú, voy a conocer el Perú». En Arequipa —donde había estado una vez antes, con mi madre y mi abuela, para el Congreso Eucarístico de 1940— volvimos a alojarnos en casa del tío Eduardo y su cocinera Inocencia volvió a hacerme esos rojizos y picantes chupes de camarones que me encantaban. Pero el gran momento del viaje fue el descubrimiento del mar, al terminar la «cuesta de las calaveras» y divisar las playas de Camaná. Mi excitación fue tal que el chofer del automóvil que nos llevaba a Lima paró para que yo me zambullera en el Pacífico. (La experiencia fue desastrosa porque un cangrejo me picó en el pie).

Ése fue mi primer contacto con el paisaje de la costa peruana, de infinitos desiertos blancos, grises, azulados o rojizos, según la posición del sol, y de playas solitarias, con los contrafuertes ocres y grises de la cordillera apareciendo y desapareciendo entre médanos de arena. Un paisaje que más tarde me acompañaría siempre en el extranjero, como la más persistente imagen del Perú.

Estuvimos una o dos semanas en Lima, alojados donde el tío Alejandro y la tía Jesús, y de esa estancia sólo recuerdo las arboladas callecitas de Miraflores y las ruidosas olas del mar de La Herradura, adonde me llevaron el tío Pepe y el tío Hernán.

Viajamos en avión al Norte, a Talara, pues era verano y mi abuelo, como prefecto del departamento, tenía allí una casita que ponía a su disposición la International Petroleum Company durante el período de vacaciones. El abuelito nos recibió en el aeropuerto de Talara y me alcanzó una postal con la fachada del colegio Salesiano de Piura, donde me había matriculado ya para el quinto de primaria. De esas vacaciones talareñas recuerdo al amable Juan Taboada, mayordomo del club de la International Petroleum y dirigente sindical y líder del partido aprista. Servía en la casa y me tomó cariño; me llevaba a ver partidos de fútbol y, cuando daban películas para menores, a las funciones de un cinema al aire libre, cuya pantalla era la pared blanca de la parroquia. Pasé todo el verano metido en la piscina de la International Petroleum, leyendo historietas, escalando los acantilados circundantes y espiando fascinado los misteriosos andares de los cangrejos de la playa. Pero, en verdad, sintiéndome solo y tristón, lejos de las primas Nancy y Gladys y de mis amigos cochabambinos, a quienes echaba mucho de menos. En Talara, ese 28 de marzo de 1946, cumplí diez años.

Mi primer encuentro con el Salesiano y mis nuevos compañeros de clase no fue nada bueno. Todos tenían uno o dos años más que yo, pero parecían aún más grandes porque decían palabrotas y hablaban de porquerías que nosotros, allá en La Salle, en Cochabamba, ni siquiera sabíamos que existían. Yo regresaba todas las tardes a la casona de la prefectura, a darle mis quejas al tío Lucho, espantado de las lisuras que oía y furioso de que mis compañeros se burlaran de mi manera de hablar serrana y de mis dientes de conejo. Pero poco a poco me fui haciendo de amigos —Manolo y Ricardo Artadi, el Borrao Garcés, el gordito Javier Silva, Chapirito Seminario—, gracias a los cuales fui adaptándome a las costumbres y a las gentes de esa ciudad, que dejaría una marca tan fuerte en mi vida.

A poco de entrar al colegio, los hermanos Artadi y Jorge Salmón, una tarde que nos bañábamos en las aguas ya en retirada del Piura —entonces, río de avenida— me revelaron el verdadero origen de los bebés y lo que significaba la palabrota impronunciable: cachar. La revelación fue traumática, aunque estoy seguro, esta vez, de haber rumiado en silencio, sin ir a contárselo al tío Lucho, la repugnancia que sentía al imaginar a esos hombres animalizados, con los falos tiesos, montados sobre esas pobres mujeres que debían sufrir sus embestidas. Que mi madre hubiera podido pasar por trance semejante para que yo viniera al mundo me llenaba de asco, y me hacía sentir que, saberlo, me había ensuciado y ensuciado mi relación con mi madre y ensuciado de algún modo la vida. El mundo se me había vuelto sucio. Las explicaciones del sacerdote que me confesaba, el único ser al que me atreví a consultar sobre este angustioso asunto, no debieron tranquilizarme pues el tema me atormentó días y noches y pasó mucho tiempo antes de que me resignara a aceptar que la vida era así, que hombres y mujeres hacían esas porquerías resumidas en el verbo cachar y que no había otra manera de que continuara la especie humana y de que hubiera podido nacer yo mismo.

La prefectura de Piura fue el último trabajo estable que tuvo el abuelo Pedro. Creo que los años que vivió allá, hasta el golpe militar de Odría de 1948 que derrocó a José Luis Bustamante y Rivero, la familia fue bastante feliz. El salario del abuelito debía ser muy modesto, pero ayudaban a los gastos de la casa el tío Lucho, que trabajaba en la Casa Romero, y mi madre, quien había encontrado un puesto en la sucursal piurana de la Grace. La prefectura tenía dos patios y unos entretechos legañosos donde anidaban murciélagos. Mis amigos y yo los explorábamos, reptando, con la esperanza de cazar alguno de esos ratones alados y hacerlo fumar, pues creíamos a pie juntillas que el murciélago al que se le ponía un cigarrillo en la boca se lo despachaba a pitazos como un ávido fumador.

La Piura de entonces era pequeñita y muy alegre, de hacendados prósperos y campechanos —los Seminario, los Checa, los Hilbeck, los Romero, los Artázar, los García— con los que mis abuelos y mis tíos establecieron unos lazos de amistad que durarían toda la vida. Hacíamos paseos a la bella playita de Yacila, o a Paita, donde bañarse en el mar entrañaba siempre el riesgo de ser picado por las rayas (recuerdo un almuerzo, en casa de los Artadi, en que a mi abuelo y al tío Lucho, que se bañaron con la marea baja, los picó una raya y cómo los curaba, allí mismo en la playa, una negra gorda, calentándoles los pies con su brasero y exprimiéndoles limones en la herida), o a Colán, entonces un puñado de casitas de madera levantadas sobre pilotes en la inmensidad de esa bellísima playa de arena llena de gavilanes y gaviotas.

En la hacienda Yapatera, de los Checa, monté por primera vez a caballo y oí hablar de Inglaterra de manera más bien mítica, pues el padre de mi amigo James McDonald era británico, y tanto él como su esposa —Pepita Checa— veneraban ese país, al que de algún modo habían reproducido en esas arideces de las serranías piuranas (en su casa-hacienda se tomaba el five o’dock tea y se hablaba en inglés).

Clan Vargas Llosa completo. En el centro de la fotografía, el Nobel y su por entonces esposa Patricia.

Tengo en la memoria como un rompecabezas de ese año piurano que concluiría en el malecón Eguiguren con la revelación sobre mi padre: imágenes inconexas, vívidas y emocionantes. El guardia civil jovencito que cuidaba la puerta falsa de la prefectura y enamoraba a Domitila, una de las muchachas de la casa, cantándole, con voz muy relamida, Muñequita linda, y las excursiones en pandilla por el cauce seco del río y los arenales de Castilla y Catacaos para observar a las prehistóricas iguanas o ver fornicar a los piajenos, escondidos entre los algarrobos. Los baños en la piscina del club Grau, los esfuerzos para entrar a las películas para mayores en el Variedades y el Municipal y las expediciones, que nos llenaban de excitación y de malicia, a aguaitar desde las sombras aquella casa verde, erigida en los descampados que separaban Castilla de Catacaos, sobre la que circulaban mitos pecaminosos. La palabra puta me llenaba de horror y de fascinación. Ir a apostarme en los parajes vecinos a aquella construcción, para ver a las mujeres malas que allí vivían y a sus nocturnos visitantes, era una tentación irresistible, a sabiendas de que cometía pecado mortal y que tendría luego que ir a confesarlo.

Y las estampillas que empecé a juntar, estimulado por la colección que conservaba el abuelito Pedro —una colección de sellos raros, triangulares, multicolores, de lenguas y países exóticos que había reunido mi bisabuelo Belisario y cuyos dos tomos eran uno de los tesoros que la familia Llosa acarreaba por el mundo—, que me dejaban hojear si me portaba bien. El párroco de la plaza Merino, el padre García, un curita español viejo y cascarrabias, era también coleccionista y solía ir a intercambiar con él los sellos repetidos, en unos regateos que a veces terminaban con una de esas explosiones de rabia suyas que a mí y a mis amigos nos encantaba provocar. La otra reliquia familiar era el Libro de las Óperas, que había heredado de sus padres la abuelita Carmen: un antiguo y hermoso libro de forros rojos y dorados, con ilustraciones, donde estaban los argumentos de todas las grandes óperas italianas y algunas de sus arias principales y que yo pasaba horas releyendo.

Los ramalazos de la vida cívica de Piura —donde las fuerzas políticas estaban más equilibradas que en el resto del país— me llegaban de manera confusa. Los malos eran los apristas, que habían traicionado al tío José Luis y le estaban haciendo la vida imposible allá en Lima, y cuyo líder, Víctor Raúl Haya de la Torre, había atacado al abuelo en un discurso, aquí, en la plaza de Armas, acusándolo de ser un prefecto antiaprista. (Esa manifestación del apra la fui a espiar, pese a la prohibición de la familia, y descubrí ahí a mi compañero Javier Silva Ruete, cuyo padre era apristón, enarbolando un cartel más grande que él mismo y que decía: «Maestro, la juventud te aclama»). Pero, pese a toda la maldad que el apra encarnaba, había, en Piura, algunos apristas decentes, amigos de mis abuelos y mis tíos, como el padre de Javier, el doctor Máximo Silva, el doctor Guillermo Gulman, o el doctor Iparraguirre, dentista de la familia, con cuyo hijo organizábamos veladas teatrales en el zaguán de su casa.

Enemigos mortales de los apristas eran los urristas de la Unión Revolucionaria, que presidía el piurano Luis A. Flórez, cuya ciudadela era el barrio de La Mangachería, célebre por sus chicherías y picanterías y por sus conjuntos musicales. La leyenda inventó que el general Sánchez Cerro —dictador que fundó la ur y que fue asesinado por un aprista el 30 de abril de 1933— había nacido en La Mangachería y por eso todos los mangaches eran urristas, y todas las cabañas de barro y caña brava de ese barrio de calles de tierra y lleno de churres y piajenos (como se llama a los niños y a los burros en la jerga piurana) lucían bailoteando en las paredes alguna descolorida imagen de Sánchez Cerro. Además de los urristas había los socialistas, cuyo líder, Luciano Castillo, era también piurano. Las batallas callejeras entre apristas, urristas y socialistas eran frecuentes y yo lo sabía porque esos días —mitin callejero que degeneraba siempre en pugilato— no me dejaban salir y venían más policías a cuidar la prefectura, lo que no impidió, alguna vez, que los búfalos apristas, al terminar su manifestación, se llegaran hasta las cercanías a apedrear nuestras ventanas.

Yo me sentía muy orgulloso de ser nieto de alguien tan importante: el prefecto. Acompañaba al abuelito a ciertos actos públicos —las inauguraciones, el desfile de Fiestas Patrias, ceremonias en el cuartel Grau— y se me inflaba el pecho cuando lo veía presidiendo las reuniones, recibiendo el saludo de los militares o pronunciando discursos. Con tanto almuerzo y acto público al que tenía que asistir, el abuelo Pedro había encontrado un pretexto para esa afición que siempre tuvo y que alentaba en su nieto mayor: componer poesías. Las hacía con facilidad, con cualquier motivo, y cuando le tocaba hablar, en los banquetes y actos oficiales, muchas veces leía unos versos escritos para la ocasión. Aunque, al igual que en Bolivia, ese año piurano seguí leyendo con pasión historias de aventuras y garabateando poemitas o cuentos, esas aficiones debieron sufrir cierto receso por el mucho tiempo que dedicaba a mis nuevos amigos y a tomar posesión de esta ciudad, en la que pronto me sentí como en casa.

Las dos cosas que decidirían mi vida futura y que ocurrieron en ese año de 1946 sólo las supe treinta o cuarenta años después. La primera, una carta que recibió un día mi mamá. Era de Orieli, la cuñada de mi padre. Se había enterado por los periódicos que el abuelo era prefecto de Piura y suponía que Dorita estaba con él. ¿Qué había sido de su vida? ¿Se había vuelto a casar? ¿Y cómo estaba el hijito de Ernesto? Había escrito la carta por instrucciones de mi padre, quien, una mañana, yendo en su coche a la oficina, había escuchado en la radio el nombramiento de don Pedro J. Llosa Bustamante como prefecto de Piura.

La segunda era un viaje de pocas semanas que había hecho mi mamá a Lima, en agosto, para una operación menor. Llamó a Orieli y ésta la invitó a tomar el té. Al entrar a la casita de Magdalena del Mar donde aquélla y el tío César vivían, divisó a mi padre, en la sala. Cayó desmayada. Debieron alzarla en peso, tenderla en un sillón, reanimarla con sales. Verlo un instante bastó para que aquellos cinco meses y medio de pesadilla de su matrimonio y el abandono y los diez años de mudez de Ernesto J. Vargas se le borraran de la memoria.

Nadie en la familia supo de ese encuentro ni de la secreta reconciliación ni de la conjura epistolar de varios meses, fraguando la emboscada que había comenzado ya a tener lugar aquella tarde, en el malecón Eguiguren, bajo el radiante sol del verano que empezaba. ¿Por qué no comunicó mi madre a sus padres y hermanos que había visto a mi padre? ¿Por qué no les dijo lo que iba a hacer? Porque sabía que ellos hubieran tratado de disuadirla y le hubieran pronosticado lo que le esperaba.

Dando brincos de felicidad, creyendo y no creyendo lo que acababa de oír, apenas escuché a mi madre, mientras íbamos hacia el hotel de Turistas, repetirme que si encontrábamos a los abuelos, a la Mamaé, al tío Lucho o a la tía Olga, no debía decir una palabra sobre lo que acababa de revelarme. En mi agitación, no se me pasaba por la cabeza preguntarle por qué tenía que ser un secreto que mi papá estuviera vivo y hubiera venido a Piura y que dentro de unos minutos yo fuera a conocerlo. ¿Cómo sería? ¿Cómo sería?

Entramos al hotel de Turistas y, apenas cruzamos el umbral, de una salita que se hallaba a mano izquierda se levantó y vino hacia nosotros un hombre vestido con un terno beige y una corbata verde con motas blancas. «¿Éste es mi hijo?», le oí decir. Se inclinó, me abrazó y me besó. Yo estaba desconcertado y no sabía qué hacer. Tenía una sonrisa falsa, congelada en la cara. Mi desconcierto se debía a lo distinto que era este papá de carne y hueso, con canas en las sienes y el cabello tan ralo, del apuesto joven uniformado de marino del retrato que adornaba mi velador. Tenía como el sentimiento de una estafa: este papá no se parecía al que yo creía muerto.

Pero no tuve tiempo de pensar en esto, pues ese señor estaba diciendo que fuéramos a dar una vuelta en el auto, a pasear por Piura. Le hablaba a mi mamá con una familiaridad que me hacía mal efecto y me daba un poquito de celos. Salimos a la plaza de Armas, ardiendo de sol y de gente, como los domingos a la hora de la retreta, y subimos a un Ford azul, él y mi madre adelante y yo atrás. Cuando partíamos, pasó por la vereda un compañero de clase, el morenito y espigado Espinoza, e iba a acercarse al auto con sus andares sandungueros, cuando el coche arrancó y sólo pudimos hacernos adiós.

Dimos unas vueltas por el centro y de pronto ese señor que era mi papá dijo que fuéramos a ver el campo, las afueras, que por qué no nos llegábamos hasta el kilómetro cincuenta, donde había esa ranchería para tomar refrescos. Yo conocía muy bien aquel hito de la carretera. Era una vieja costumbre escoltar hasta allí a los viajeros que partían a Lima. Con mis abuelitos y los tíos Lucho y Olga lo habíamos hecho, en Fiestas Patrias, cuando el tío Jorge, la tía Gaby, la tía Laura y mis primas Nancy y Gladys (y la reciente hermanita de éstas, Lucy), habían venido a pasar unos días de vacaciones. (Había sido una gran fiesta el reencuentro con las primas, y habíamos jugado mucho otra vez, pero conscientes, ahora, de que yo era un hombrecito y ellas mujercitas, y de que, por ejemplo, era impensable hacer cosas que hacíamos allá en Bolivia, como dormir y bañarnos juntos). Esos arenales que rodean Piura, con sus médanos movedizos, sus manchones de algarrobos y sus hatos de cabras, y los espejismos de estanques y fuentes que se divisan en él, en las tardes, cuando la bola rojiza del sol en el horizonte tiñe las blancas y doradas arenas con una luz sangrienta, es un paisaje que siempre me emocionó, que nunca me he cansado de mirar. Contemplándolo, mi imaginación se desbocaba. Era el escenario ideal para hazañas épicas, de jinetes y de aventureros, de príncipes que rescataban a las doncellas prisioneras o de valientes que se batían como leones hasta derrotar a los malvados. Cada vez que salíamos de paseo o a despedir a alguien por esa carretera, yo dejaba volar mi fantasía mientras desfilaba por la ventanilla ese paisaje candente y despoblado. Pero estoy seguro de no haber visto esta vez nada de lo que ocurría fuera del automóvil, pendiente como estaba, con todos los sentidos, de lo que ese señor y mi mamá se decían, a veces a media voz, intercambiando unas miradas que me indignaban. ¿Qué estaban insinuándose por debajo de aquello que oía? Hablaban de algo y se hacían los que no. Pero yo me daba cuenta muy bien, porque no era ningún tonto. ¿De qué me daba cuenta? ¿Qué me escondían?

Y al llegar al kilómetro cincuenta, después de tomar unos refrescos, el señor que era mi papá dijo que, ya que habíamos llegado hasta aquí, por qué no seguir hasta Chiclayo. ¿Conocía yo Chiclayo? No, no lo conocía. Entonces, vámonos hasta Chiclayo, para que Marito conozca la ciudad del arroz con pato.

Mi malestar creció e hice las cuatro o cinco horas de ese tramo sin asfaltar, lleno de huecos y baches y largas colas de camiones en la cuesta de Olmos, con la cabeza llena de acechanzas, convencido de que todo esto había sido tramado desde mucho antes, a mis espaldas, con la complicidad de mi mamá. Querían embaucarme como si fuera un niñito, cuando yo me daba muy bien cuenta del engaño. Cuando oscureció, me eché en el asiento, simulando dormir. Pero estaba muy despierto, la cabeza y el alma puestos en lo que ellos murmuraban.

En un momento de la noche, protesté:

—Los abuelos se habrán asustado al ver que no regresamos, mamá.

—Los llamaremos de Chiclayo —se adelantó a responder el señor que era mi papá.

Llegamos a Chiclayo al amanecer y en el hotel no había nada que comer, pero a mí no me importó, porque no tenía hambre. A ellos sí, y compraron galletas, que yo no probé. Me dejaron en un cuarto solo y se encerraron en el de al lado. Estuve toda la noche con los ojos abiertos y el corazón sobresaltado, tratando de oír alguna voz, algún ruido, en el cuarto contiguo, muerto de celos y sintiéndome víctima de una gran traición. A ratos me venían arcadas de disgusto, un asco infinito, imaginando que mi mamá podía estar, ahí, haciendo con el señor ese las inmundicias que hacían los hombres y las mujeres para tener hijos.

A la mañana siguiente, luego del desayuno, apenas subimos al Ford azul, él dijo lo que yo sabía muy bien que iba a decir:

—Nos estamos yendo a Lima, Mario.

—Y qué van a decir los abuelos —balbuceé—. La Mamaé, el tío Lucho.

—¿Qué van a decir? —respondió él—. ¿Acaso un hijo no debe estar con su padre? ¿No debe vivir con su padre? ¿Qué piensas tú? ¿Qué te parece a ti?

Lo decía con una vocecita que yo le escuchaba por primera vez, con ese tono agudo, silabeante, que pronto me infundiría más pavor que esas prédicas sobre el infierno que nos dio, allá en Cochabamba, el hermano Agustín cuando nos preparaba para la primera comunión.

 

Tomado de: El pez en el agua- Mario Vargas Llosa. Ed.Seix Barral, 1993.

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