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Lo conoció de casualidad y hoy sabe hasta el nombre de sus perros. María José Caro desmenuza a Foster Wallace y nos brinda un perfil exquisito sobre su obra, su personalidad y el significado que le atribuía a escribir. 

“La paradoja de la fraudulencia consistía en que cuanto más tiempo y esfuerzo invertías en resultar impresionante o atractivo a los demás, menos impresionante o atractivo te sentías por dentro: eras un fraude. Y cuanto más fraude te sentías, más te esforzabas en transmitir una imagen impresionante o agradable de ti mismo para que los demás no descubrieran a la persona vacía y fraudulenta que realmente eras”

David Foster Wallace- Extinción

 

Por:

María José Caro León-Velarde

David Foster Wallace escribía con un pañuelo presionándole las sienes.  Decía que  la bandana mantenía las ideas en su lugar,  impidiendo que su cerebro se hiciese pedazos ante el desgastador y solitario acto de crear. Se confesaba adicto a la Pepsi Light y al tabaco de mascar. Su obra trata precisamente de eso. De la adicción singular como reflejo del fracaso en los valores postindustriales. De una sociedad adolorida y anestesiada con entretenimiento basura. De seres que luego de alcanzar el éxito, o ser incapaces de hacerlo, terminan sumidos en una profunda angustia que no pueden racionalizar pero que los lastima y los vuelve apáticos. Premisas absolutamente palpables en relatos como “El neón de siempre” (Extinción, 2004), “La persona deprimida” (Entrevistas breves con hombres repulsivos, 1999) o “La niña del pelo raro” (La niña del pelo raro, 1989); y, por supuesto, en La broma infinta (1996), epopeya tragicómica que se gesta entre una clínica de desintoxicación, y desordenes psiquiátricos, y una academia para futuros prodigios del tenis.

Wallace conocía ambos entornos. Fue estrella del circuito juvenil de tenis norteamericano y estuvo internado en centros psiquiátricos por crisis de depresión severa. Le cuenta a David Lipsky, en Although of Course You End Up Becoming Yourself: A Roadtrip with David Foster Wallace[1], que el primero de sus internamientos tuvo que ver con un intento de suicidio, precedido por las expectativas puestas en él tras la publicación de La escoba del sistema (1987). Wallace, quien no había escrito, a conciencia, una palabra de ficción hasta pasados los veinte, se preguntaba si aquello no era más que un golpe de suerte.  Le confiesa a Lipsky, justo antes de una lectura en Nueva York, que aquel temor nunca lo abandonaría; que incluso luego del éxito de La broma infinita, el hecho de leerse a sí mismo frente a un auditorio le destemplaba las cuerdas vocales. Basta con observar alguna de sus primeras lecturas para identificar en él a un autor que no se define a sí mismo como escritor, sino al hombre que se cuestiona sobre la posibilidad de estar viviendo un sueño ajeno. Sus brazos se afirman al atril con fuerza. Un pañuelo multicolor le presiona las sienes.

Leí a Foster Wallace, por primera vez, en una antología de la revista McSweeney’s. Lo hice sin tener ningún tipo de referencia acerca de su obra y, tres años después, conozco hasta el nombre de  sus perros. Sé que su canción favorita era The Big Ship, de Brian Eno, y que Glycerine, de Bush, le resultaba especialmente adictiva.  He leído sus libros ensayísticos (Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer y Hablemos de langostas); varias de sus colaboraciones en Harper’s Magazine, Esquire y Rolling Stone; y toda su obra de ficción, a excepción de El rey pálido, novela póstuma e inconclusa. Wallace era un autor tan completo y versátil que su prosa es capaz de adaptarse a cualquier formato. Bien sostiene el escritor argentino Rodrigo Fresán, en una columna  posterior a su suicidio[2], que “Si hubiera algo de justicia espacio-temporal en este mundo, su necrológica debería –correspondiendo a su estilo y estética– ocupar por lo menos todo este periódico y estar bordada con numerosas y exhaustivas notas al pie.” Es que las notas al pie son un elemento recurrente en la prosa del norteamericano, una suerte link hacia el cerebro de un genio que no se cansaba de desmenuzar la realidad desde todos sus ángulos, le duela a quien le duela y siendo él mismo el mayor afectado. “La verdad te liberará pero no sin acabar contigo primero”, dice uno de los personajes principales en La broma infinita, como refiriéndose a aquella posición de testigo privilegiado/condenado desde la que Wallace observaba la vida. En Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer, el autor se pasea dentro de un crucero por el Caribe para concluir que sólo quiere lanzarse por la borda. Foster Wallace se suicida el 12 de septiembre de 2008, en la cochera de su casa en California.  Se quita la vida en medio de una crisis depresiva,  luego de que decidiese dejar la medicación para intentar abandonar una vida supeditada al letargo de los antidepresivos. Como haciéndole honor a su literatura, elige el suicidio más agónico de todos: se cuelga a sí mismo. Lo hace, paradójica o quizá intencionalmente, luego de haber reconocido, en un discurso de graduandos universitarios[3] que el suicidio preferido en Norteamérica involucraba un disparo hacia el cerebro porque “La mente es una excelente sirviente pero una pésima maestra”. Con un balazo se arremete contra el maestro sin concesiones, casi sin experimentar el proceso, como si se tratase de un libro que se cierra sin más y de golpe. Decía el poeta Giorgio Seferis que el papel, firme espejo, devuelve sólo lo que uno fue. En La broma infinita, Foster Wallace es capaz de hacernos llevar a cuestas la angustia más terrible solo utilizando palabras, como si éstas fuesen, de pronto, catalizadores de serotonina en nuestros cerebros.

“La persona cuya angustia alcanza un nivel insoportable, se quitará la vida  de la misma manera en que una persona atrapada dentro de un edificio en llamas, eventualmente saltará a través de la ventana. No se equivoque acerca de las personas que saltan de rascacielos. El miedo a caer es el mismo que usted sentiría viendo el panorama desde la ventana del edificio. El miedo al salto es latente. Sin embargo se añade una variable, existe otro terror. El de las llamas; cuando el fuego se acerca lo suficiente, saltar hacia la muerte significa el menos terrible de dos terrores. La persona no desea caer al vacío, es el temor a las llamas. A la angustia. Desde abajo los transeúntes gritan “No lo hagas”.  Sin embargo ninguno es capaz de entender el salto. Tendría que estar atrapado entre llamas para entender que existe un miedo más allá del salto al vacío”[4]

 

Hace un par de semanas compré El rey pálido, editada a partir  de archivos y manuscritos inconclusos encontrados en el estudio de Wallace. La novela se concentra en el tedio y el aburrimiento en la vida de un grupo de agentes tributarios. Sin embargo, aún no soy capaz de abrir el libro. No tiene que ver con falta de tiempo o temor a enfrentarme a sus 550 páginas, infestadas de notas al pie, sino con el hecho de saber que habré agotado a mi autor favorito. Me cuesta asimilar que he llegado a un punto, sin retorno, donde su genialidad no volverá a sorprenderme por primera vez.  Según su gran amigo y también escritor, Jonathan Franzen, la publicación de El rey pálido tiene que ver justamente con eso,  con intentar aferrarnos a las cenizas del ídolo para que algo dentro de nosotros no se extinga junto a él. Resulta curioso, que alguna vez, Foster Wallace le dijese a David Lipsky que su excesiva timidez lo absorbía al punto de preocuparse solo por intentar agradar al resto . Y vaya que lo logró; se volvió el más grande de su generación.   No sé cuándo me atreveré a leer la  novela. No sé si estaré en un tren en Madrid o en mi habitación en Lima.  Por el momento la edición tapa dura descansa junto a una pila de cds. Sin embargo, tengo la macabra  certeza de que cuando lo cierre por última vez, sabré que no era una broma y que  si lo era, la broma no fue infinita.


[1] El libro se publica a partir de una crónica hecha por Lipsky para Rolling Stone Magazine, luego del éxito de la publicación de La broma infinita

[2] http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-111652-2008-09-16.html

 

[3] “This is water”. Discurso de David Foster Wallace a los graduandos de Humanidades en Kenyon College

[4] Traducción propia

 

* Texto publicado originalmente en la edición número 9 de la revista «Un vicio absurdo».

 

 

 

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