(CUENTO) Esa vez el mar me había traído un hombre. Mi relación con el mar es ambivalente: da y quita. Me quitó a mi padre, me devolvió a mi hermano. Le temo y me fascina. Siempre ha sido así. Recuerdo aquel verano, por ejemplo. Tenía la costumbre de correr por la orilla muy temprano en la mañana, con los ojos cerrados y con los audífonos puestos. Me decía: «Los voy a mantener cerrados durante esta canción». Después los abría y, más adelante, otra vez: «Hasta que termine esta». Me planteaba ese tipo de retos absurdos que cumplía tramo a tramo.

 

Amenazaba con mojarme las zapatillas. Con malicia, parecía hacer hoyos en la orilla solo para que yo tropezara. Yo insistía en retarlo. La arena cedía en cada pisada, se quebraba el cuerpo de algún crustáceo. Sentía la húmeda caricia de la brisa del mar en mi rostro. Me quitaba los audífonos para escuchar a las gaviotas.

Había alquilado una pequeña casa en la playa. En ella pasaría mi primera vacación oficialmente sola. Hacía un año que estaba divorciada, pero llevaba un buen tiempo separada. Lo del divorcio había sido un trámite necesario. La compañía en donde trabajaba mi ex marido le había propuesto una gerencia en México por tiempo indefinido. Teníamos una relación cordial porque siempre fue un padre excelente. Tal vez, al principio ese fue un buen motivo para enamorarme.

Acordamos que nuestros hijos pasarían unos meses con él. Marco protestaba alegando que esperaba todo el año para disfrutar del verano en la playa. Practicaba el surf y tenía una pasión por el mar que me angustiaba. Intenté desanimarlo por todos los medios que estaban a mi alcance, pagué todo tipo de academias deportivas: fútbol, tenis, natación, y hasta de skateboard, pero lo suyo era el mar. Al principio aceptó que yo lo llevara a la playa, donde se reunía con un tablista que había formado una academia. Pensé que el invierno lo desanimaría, que la niebla, bajo la cual el mar se camuflaba en Miraflores, lo amedrentaría. Me pasaba horas dentro del auto y me estremecía al verlo desnudarse desafiando al frío de julio: se ponía el wetsuit como quien se pone una armadura, empuñaba su tabla hawaiana bajo el brazo y se lanzaba al mar a librar su propia batalla. Se perdía entre la bruma. Rezaba para que el mar no me quitase a mi hijo mayor. Y él, después de unas horas, me lo devolvía intacto.

Con el tiempo dejó la academia y, como vivíamos cerca al malecón, bajaba solo por el acantilado hasta la playa. Ya no lo esperaba en la orilla, pero seguí rezándole al mar. Marco extrañaba a su padre, así que finalmente comprendió que el mejor momento para visitarlo era durante las vacaciones de verano. Acordamos que él y Cristóbal, mi otro hijo, pasarían unos días conmigo en la casa de playa antes de viajar.

Felizmente Cristóbal, dos años menor que Marco, sí le tenía respeto al mar: lo suyo era los baños de asiento en la orilla y la música. Desde pequeño había mostrado una fascinación por la música. Tenía buen oído y solía tararear todo tipo canciones, aunque las hubiese escuchado una sola vez. Con el dinero de sus propinas me regaló, aquella Navidad, un mp3 que parecía un encendedor. Lo llenó de su música. «Para que escuches mientras corres», me dijo.

Una mañana el mar me hizo caer. Pisé un desnivel en la arena, cavado por las olas en la madrugada y me torcí el tobillo. Sabía que podía tropezar si corría con los ojos cerrados. Más aun cuando el mar estaba embravecido. A pesar de ello, no podía dejar esa manía. No pude ponerme de pie. Me quedé tumbada sobre la arena, frotándome el tobillo, cuando apareció él, empapado, recién salido del agua.

—¿Estás bien? Vi que te caíste. Déjame ayudarte, soy médico —y sin esperar respuesta se arrodilló a mí lado— ¿Es el derecho?

Asentí, y procedió a quitarme la zapatilla y la media para después examinar mi tobillo.

—Puede ser un esguince, mejor es que te saques una radiografía para descartarlo; de repente es simplemente una torcedura fuerte. ¿Vives lejos?

—Como a tres kilómetros.

—Espérame aquí, voy a conseguir quien te lleve.

—No. No te preocupes, por favor; ya has hecho suficiente. Seguro que se me pasa en un rato.

—Estas torceduras son engañosas. Si caminas, podrías malograrte el tobillo. Deja, tengo un amigo con una cuatrimoto.

A los pocos minutos apareció montado en la cuatrimoto. Se bajó, me dijo que lo usara «de bastón» para ayudarme a subir. Me incorporé, extendí un brazo y lo abracé. Volvía a tocar a un hombre. Me apoyaba en un extraño y sentía el calor de su cuerpo contra el mío. Descubrí un curioso lunar oculto tras su oreja y percibí su tenue olor a sudor.

Cuando me dejó en mi casa, le agradecí por su ayuda y él preguntó mi nombre.

—Alexandra.

Pensé que la turbación se me notaba.

—Yo me llamo Tadeo.

Felizmente, lo de mi tobillo no fue muy serio: una fuerte torcedura que amainó en unos días con la ayuda de desinflamantes y una tobillera. Retomé mis carreras habituales y no volví a encontrarme con Tadeo sino un tiempo después.

Corría lentamente por la arena, cuando sentí que alguien cogía mi hombro. Abrí los ojos asustada y vi la sonrisa de Tadeo. Medio jadeante por la corrida, le dije:

—¡Eres tú! Me has dado un susto terrible.

—Es que corres con los ojos cerrados —dijo, y soltó una franca carcajada.

—¡No! —mentí con descaro y él volvió a reír.

—¡Sí!, no mientas—. Hizo un gesto de negación con el dedo como si le estuviera hablando a un niño—.

Hace días que te veo. La primera vez que te pasé la voz supuse que los audífonos no te permitían escuchar, al día siguiente me acerqué a la orilla y noté que tenías los ojos cerrados. Insistí y te llamé por tu nombre,

pero no respondiste.

—O sea que me has estado espiando —me defendí.

—Vamos a decir que me llamaste la atención y decidí ponerte en observación en los últimos cuatro días.

—¿Y cuál es tu diagnóstico? ¿Califico para clínica de reposo o manicomio?

Sonrió nuevamente. Me gustaba cómo lo hacía: con cada carcajada, sus dientes parecían iluminarse con la luz del día, los pómulos se tensaban y se le formaban unas leves arrugas en los rabillos de los ojos. Tenía unos ojos marrones, muy brillantes, guarecidos bajo unas pestañas que parecían rizadas con maquillaje.

—A ver, a ver —fingió dudar—. Demasiado bonita para la clínica y demasiado cuerda para el manicomio. Un caso difícil, pero nada que no se pueda arreglar con una segunda caída—. Entonces reímos los dos. Él continuó—: Fuera de bromas, me tienes que contar el porqué de esa costumbre…

—Es una historia vieja y larga —lo interrumpí—. En realidad, todo se debe al mar.

—Ahora sí que me la tienes que contar. Soy muy curioso.

No debí decirle eso. Me incomodaba contarle lo de la vieja historia y el mar. Ahora insistiría. Le había dado mucha confianza.

—Ya tengo que irme, se me ha hecho tarde.

Me acomodé los audífonos y comencé a trotar hacia mi casa. Él me dio el alcance y me dijo:

—¿Corres mañana?

No le contesté. Tenía los audífonos como pretexto. Apresuré el trote y le hice adiós con la mano. Corrí lo más rápido que pude y cuando pensé que me había alejado lo suficiente, volteé para asegurarme que no me había seguido. Distinguí su figura, a lo lejos, de pie, cerca de la orilla. En la tarde llegó Elisa. Estaba leyendo en la terraza delantera cuando la escuché llegar por la puerta de atrás. Me recordaba aquellos adornos colgantes que tienen algunas casas: al menor movimiento o leve brisa, producen un sonido como de hadas. Se acercó a saludarme y, después de echarme una mirada un tanto exagerada, me dijo: «¡Ya le queda poco tiempo a esos limones!», se lanzó sobre una de las poltronas y casi de inmediato sacó un cigarrillo de su bolso fucsia y lo encendió.

Elisa me había comentado acerca de «la importancia de la cirugía del busto», según ella, para rehacer mi vida. Yo había leído o escuchado —no lo recuerdo bien— una historia sobre una mujer a quien sus amigas le aconsejaban operarse el busto para recuperar al esposo. En ese momento me pareció ridículo. Nunca me imaginé que, tiempo después, Elisa haría lo mismo conmigo y, menos aún, que yo aceptaría la cita con la cirujana plástica. Ella era su cliente estrella, así que fuimos juntas y nos recibió con mucha amabilidad. Es cierto que me sentí comprometida y algo presionada por Elisa, pero confieso que sentía también curiosidad. Siempre tuve poco busto y como había dado de lactar a mis dos hijos, lucía algo flácido. Eso aumentaba la inseguridad que yo sentía de volver a tener sexo con otro hombre. Me había casado muy joven; toda mi experiencia sexual había sido con mi ex marido y siempre me sentí muy segura y atractiva con él. No veía cómo, después de tantos años, podría desnudarme frente a un extraño y menos meterme a la cama con él.

La operación, como me explicó la doctora, era muy sencilla:

—Lo suyo no requiere de la incisión ancla para levantarlo—y nos mostró una figura con el corte que mencionaba. Luego sacó otra lámina y continuó—: Con esta pequeña incisión en la axila podemos introducir el implante debajo del músculo. La cicatriz es prácticamente imperceptible y los resultados, excelentes. Nos mostró los tamaños y tipos de implantes que existían. Explicó el procedimiento completo y su duración y, finalmente, habló de costos. Sus honorarios me parecieron razonables. Además, sentí mucha empatía con ella. Creo que me gustó que se hubiera dejado las canas, y también su aplomo y amabilidad; sin duda, entendía lo que muchas sentíamos con nuestros cuerpos ya no tan jóvenes.

Hablaron de fechas y de la conveniencia de realizar la cirugía después del verano. De pronto, vi cómo Elisa revisaba un calendario y después me precisó:

—¿Te parece bien un viernes a finales de marzo?

Aprovecha y hazlo antes de que tus hijos comiencen el colegio.

Pero yo no podía decidirme. Claro que soñaba con tener un busto como el que comenzaban a lucir algunas de mis amigas, pero también dudaba de que la cirugía pudiese devolverme la confianza que necesitaba para estar con un hombre, o por lo menos, para dejarme seducir. Al ver que dudaba, Elisa insistió:

—Sácate el clavo de una vez, Alexandra. No pierdes nada.

Tenía razón, no tenía nada que perder; quizá ayudase a que me sintiera mejor. De manera que fijé la fecha. Cuando Elisa terminó su cigarrillo, me pidió un café. Pasamos juntas aquella tarde en la terraza hablando de mis hijos, del último artículo que había publicado en la revista, de su próximo ascenso y de su nuevo pretendiente; no sé por qué preferí no mencionar el encuentro con Tadeo, quizá por temor a que Elisa echara a andar su maquinaria de elucubraciones.

Al día siguiente, mi celular sonó muy temprano. Era Cristóbal que llamaba de México. Me contó que ese fin de semana habían visitado Teotihuacan. Estaba tan entusiasmado que le faltaba el aire para explicarme cómo había trepado por una de sus pirámides hasta la cima. Marco también estaba muy contento porque su padre le había ofrecido llevarlo a las playas de Ixtapa. No pude evitar sentir algo de nostalgia al colgar. Era curioso: había ansiado tanto un espacio personal, hasta había fantaseado con el hecho de que mis hijos se quedasen más días de lo previsto en México. Pero al escucharlos, sentía el dolor de su ausencia, tan similar a un dolor muscular: latente, en apariencia inexistente, pero que se deja sentir apenas uno se mueve. Qué fácil era fantasear con que se fueran cuando estaban a mi lado.

Siempre que salía a correr me encontraba con Tadeo y él se me unía, acompañándome unos kilómetros, en los que apenas cruzábamos algunas palabras. Un día, nos sentamos en la arena a conversar. Me contó que era médico internista, trabajaba en una clínica privada y también en otra del seguro social. Supe que era tres años menor que yo y que también era divorciado. Tenía una hija de cuatro años y había alquilado una casa en la playa para que la niña pasara algunos fines de semana con él y también con sus abuelos. Después hablamos de nuestros divorcios —ninguno de los dos ahondó en detalles, pero él se sorprendió cuando supo que mantenía una buena relación con el padre de mis hijos—, de mis estudios de periodismo y de mi trabajo como redactora independiente, de sus guardias en la clínica y de mis desvelos, y hasta descubrimos que a ambos nos parecía bien ponerle arroz al ceviche.

No me percaté de que habíamos conversado más de una hora y yo había quedado en almorzar ese día en casa de mi madre. Me puse de pie, sacudí la arena de mis piernas y le dije a Tadeo que tenía que irme. Antes de que me despidiera me preguntó:

—¿Corremos mañana?

Su tono de voz me recordó al de mis hijos cuando piden algún permiso. Hubiese querido responderle que sí con entusiasmo, pero me contuve y me escuché respondiéndole con cierto recato:

—Claro.

—Entonces nos vemos.

De regreso, me sentí ridícula. ¿Por qué le había contestado de esa manera tan parca? Me torturé repitiendo aquel «claro» una y otra vez: «claro, claro, claro». ¡Qué estúpida!

Para mí siempre fue un misterio cómo mi madre lograba mantener ese aire distraído, colindante con la felicidad, considerando que la vida no le había tocado fácil. Enviudó y se hizo cargo de mi hermano y de mí. Recuerdo con claridad la última noche que la escuché llorar. Habíamos regresado de la misa que conmemoraba el mes de la muerte de mi padre; ella entró al baño, la escuché detrás de la puerta. Después de aquella noche, lo que se comenzó a escuchar en casa fue el tecleado de la máquina de escribir. Mi madre había decidido aprender mecanografía. Compró el libro del Método Brown y pidió prestada la Underwood a mi tío, el mismo que, gracias a su amistad con el ministro de turno, después le consiguió un puesto de secretaria en un banco internacional. Ella recitaba mientras tecleaba: «asdfg, ñlkjh».

Nunca olvidaré aquellos estribillos que me arrullaron cuando era niña. Con el tiempo, y gracias al dominio del inglés que aprendió en el colegio, mi madre fue ascendiendo en el banco hasta ocupar el cargo de secretaria de gerencia. Gracias a su sueldo y el montepío de mi padre, mi hermano y yo tuvimos una vida cómoda, sin lujos, pero con uno que otro engreimiento que mi madre siempre atendió.

—¿Emilio sigue en Lima, mamá?
—No. Esta semana le toca volar. Le han cambiado de ruta, ahora también vuela a Europa. Lo veo más contento. A ti también se te ve muy bien, hija. Has hecho bien en alquilar la casa en la playa —dijo mientras me alcanzaba la dulcera con los duraznos en almíbar.
—Sí, me siento muy bien —le respondí y me serví un durazno.
—¿Uno nomás? A mis nietos les encanta, se sirven por lo menos tres. ¿Cuándo es que regresan?
—Prácticamente al final del verano, para empezar el colegio.
—Ah, y por esos días también es lo de tu operación, ¿no? ¡Pero, hija, si te ves regia!
A pesar de que Elisa me había sugerido que no se lo contara a mi madre, lo había hecho. No podía desaparecer un día sin avisar y dejar a mis hijos solos en casa; de modo que, además de contárselo, le pedí que se quedase con ellos el día de la intervención.
—Ay, mamá, la que se tiene que ver regia soy yo.
—¿Y no te ves? Ya lo tuyo no me parece ceguera sino
otra cosa.
—¿Qué cosa? —le pregunté un tanto divertida, y vi cómo mi madre arqueaba una ceja, con ese gesto tan suyo que solía emplear cuando tocaba temas importantes.
—Estupidez, pues. ¡Cómo le puedes hacer caso a Elisa! Yo la quiero mucho, pero el que sepa de hombres no la hace dueña de la verdad. ¿Acaso crees —y bajó el tono— que un par de tetas —y luego lo subió— solucionan el problema de fondo? Me pareció que tomaba aire o era solo una pausa. Relajó la ceja, pero luego la volvió a arquear y después me sorprendió con su pregunta:
—¿Crees que una operación hubiera ayudado a que yo me volviese a casar?
—Bueno, eso dependía de ti.
—Tú lo has dicho —sentenció—. Depende de uno.

Rehacer tu vida, sola o acompañada, depende de ti. No de lo que te diga la gente. Bajé la mirada, jugueteé con la cuchara y con un pedacito del durazno que quedaba en mi plato. Entonces le dije, como hablando conmigo misma:
—Tengo mis fantasmas.
—¿Y quién no los tiene?
Advertí en su tono de voz algo que no le había oído antes, algo así como una nostalgia.
— ¿Acaso pensaste en rehacer tu vida con otro hombre? —le pregunté.
—Tuve quien me enamorara…
—Nunca lo supe.
—Bueno, es que la cosa nunca pasó de una linda amistad. Eran otros tiempos.
—Y mantenías a tus dos hijos —agregué.
—Es cierto. Pero no tuvo nada que ver con la decisión de no casarme. Nunca quise casarme porque seguía… —y se corrigió con un gesto evocador— sigo enamorada de tu papá.
—Me vas a hacer llorar, mamá — le dije, extendí mi brazo y le acaricié la mano—. Me parece muy romántico, pero muy triste. En mi caso, el amor murió antes del divorcio. Sin duda, papá era muy especial.
—Hay muchos hombres especiales, hijita. Déjalos llegar a ti —se puso de pie y me acarició la cabeza como siempre lo hacía—, y baja la guardia. La ayudé a recoger la mesa. Lavamos la vajilla, la secamos y la guardamos dentro del aparador. Cuando terminamos, me dijo:
—Esta vajilla la compró tu padre a plazos, le costó algunos sacrificios, quizá por eso la disfrutaba tanto. Ya no llevaba mi mp3 cuando corría porque esperaba conversar con Tadeo.

Al llegar a la zona donde solíamos reunirnos, no lo encontré. Esperé un tiempo, más de media hora, aunque tuve que continuar con mi ejercicio y volver a casa. Pensé que quizá a mi regreso él estaría esperándome, o que de pronto me daría el encuentro. Pero no sucedió. Me sorprendí sintiendo rabia. Me había acostumbrado a esos encuentros, a conversar con Tadeo; lo esperaba con una ilusión adolescente que creí nunca volvería a sentir. Pasaron unos minutos más y asumí que ya no vendría Tal vez se había cansado de conversar conmigo, o habría notado que era mayor que él. Corrí de regreso a mi casa, molesta, y grité.

Al día siguiente no quise salir. Me quedé en casa escribiendo un artículo que me había encargado una nueva revista. Dejé pasar unos días antes de retomar mi rutina, esa vez cerrando menos los ojos y abriéndolos más, y tampoco llevé el equipo de sonido. Divisé a lo lejos la figura de Tadeo. Vino corriendo hacia mí. Al encontrarnos se disculpó por no haber acudido a nuestra cita, si así podíamos llamarle a nuestros encuentros.

Me explicó los motivos, y mientras los iba escuchando, sentí que perdía la tensión que me había acompañado los últimos días. Me contó que lo habían llamado de la clínica; un paciente suyo había presentado un cuadro severo de intoxicación y quería que Tadeo lo asistiera personalmente. Había pasado todo el día con él. «Gracias a Dios está estable», me dijo. No pudo avisarme porque no tenía mi teléfono. También pensó en buscarme cuando no aparecí al día siguiente. «No quise molestar», explicó.

Pasamos más tiempo conversando que corriendo. De pronto, sentí el deseo de meterme al mar. No podía controlarlo. Quería estar en el mar con Tadeo. «¿Nos bañamos?», le pregunté. Él respondió que sí. Entonces le pedí que me acompañara hasta el balneario donde yo veraneaba, para que me cambiara de ropa. Le invité algo de tomar y me esperó en la terraza.

Dudé al elegir el traje de baño que debía ponerme. Con el bikini negro me sentía más delgada, pero el busto lucía más plano; y con el marrón, el busto lucía más lleno, pero me incomodaba el tamaño de la trusa, que encontraba algo pequeña. Finalmente, decidí por el marrón, me puse una blusa y salí a la terraza. Caminamos hacia la playa. En la orilla, Tadeo se desvistió y se lanzó al agua. Desde allí me hizo una seña para que me uniera a él. Me saqué la blusa y también entré al mar.

Noté que él había nadado hasta la zona donde se forman las olas más grandes. Yo jamás llegaría hasta allí, así que me quedé donde estaba, con el agua a la altura de los muslos, más bien cerca de la orilla. Me senté, tiré la cabeza hacia atrás y me hundí en el agua. Luego permanecí así, dejando que las olas me mecieran suavemente. Tadeo regresó y me tendió la mano para que me pusiera de pie. Sentí cómo me levantaba de un solo tirón.

—Lindo bikini —me dijo. Nos sentamos en la orilla y agregó—: Cuéntame tu historia con el mar.

Permanecí un momento en silencio. Una bandada de gaviotas cruzó frente a nosotros, aterrizaron unas cuantas, a pocos metros, como reclamando su territorio.

Una de ellas solamente tenía una pata; sin embargo, se las ingeniaba para andar dando pequeños saltos.

—Mira —y se la señalé a Tadeo—. ¿Habrá nacido así o habrá sufrido un accidente? Es increíble que sobreviva. Él no pareció interesarse por lo que decía porque me preguntó:

—Le tienes miedo al mar, ¿no?

—Sí, pero me atrae muchísimo. Es un sentimiento extraño que nunca he podido dominar.

Sentí que debía contar mi historia como lo hacen las víctimas en el banquillo, solo que allí, frente al mar, y teniendo a Tadeo como testigo:

—Mi padre se ahogó en el mar.

Tadeo recogió sus piernas y giró su cuerpo hacia mí buscando mi mirada, pero yo no volteé; preferí seguir mirando al mar.

—Tenía siete años. No lo recuerdo con claridad, solo tengo imágenes confusas y frases sueltas, pero conozco la historia completa por mi madre.

El verano anterior mi hermano de cinco años había estado a punto de ahogarse. Mis padres se distrajeron; nos habían dejado cavando un pozo en la arena. En un momento, mi hermano cogió el balde y fue por agua. Se entretuvo jugando en el mar y no se percató de que la corriente lo jalaba hacia adentro. Felizmente, alguien advirtió la situación y entró a sacarlo. Cuando les avisaron a mis padres, ya lo llevaban hacia la orilla. La cosa no pasó de un gran susto, pero desde entonces mi padre sintió que, de alguna manera, estaba en falta con la vida; o que debía compensar el acto de generosidad de aquella persona que había sacado a tiempo a su hijo del mar. De manera que al siguiente verano, en el que murió, ayudó a salir de las correntadas y de «las olas traicioneras», como solía llamarlas, a dos o tres personas.

Aquella tarde en especial, el mar estaba muy bravo: las olas se demoraban en crecer, solo para tomar fuerza y mayor tamaño; la corriente jalaba y se enredaba en los pies, el mar estaba turbulento cargado de yuyos y arena.

De pronto, alguien gritó «¡mi hijo se ahoga!». Mi madre le suplicó a mi padre que no entrara, que esa era labor del salvavidas, pero de nada sirvieron sus ruegos porque él se adentró en el mar. Lo más triste fue que ni siquiera logró sacar al niño; alguien más lo hizo. El mar estaba embravecido y tuvieron que entrar con sogas y tablas para sacarlo también a él. Cuando lo hicieron, mi padre estaba ya inconsciente. En la orilla, el pelo revuelto con arena, los ojos cerrados, la boca abierta, su ropa de baño azul con pequeñas anclas rojas y amarillas. Se lo llevaron en el automóvil de unos amigos hasta la clínica más cercana, pero ya no hubo nada que hacer.

Una amiga de mi madre nos llevó en su auto a la clínica. Nos sentó en una de las bancas del corredor de la sala de emergencias y fue a buscarla. «Reza, hijita, y cuida a tu hermanito»; mis pies con arena, la foto en blanco y negro de una enfermera con el dedo índice en los labios; el olor a alcohol; un llanto, creo que de mi madre. No me dejaron ver a mi padre muerto. Mi hermano y yo únicamente asistimos a la misa de cuerpo presente; vimos el ataúd cerrado, a lo lejos. Después, mi tío nos llevó a comprar pasteles y los disfrutamos, incapaces de entender que nuestra vida había cambiado para siempre. Luego nos fuimos a su casa. Allí esperamos a mi madre.

Cuando terminé de hablar, advertí que Tadeo estaba observando a las gaviotas que se desplazaban nuevamente cerca de nosotros. La reventazón de una ola amenazó con mojarnos los pies, pero permanecimos quietos. Solo se escuchaba el murmullo ronco del mar y la risa o llanto de las gaviotas. Sentí el denso olor del oleaje.

Había hablado en voz alta, como si lo hiciera conmigo misma. Quizá por ello Tadeo permanecía en silencio. Aunque fue breve, me produjo un ligero escalofrío.

—Mira —me dijo, de repente—, allí está tu gaviota, la de una pata. Yo creo que tuvo un accidente —las gaviotas se alborotaron de improviso y, una a una, partieron en vuelo—, pero fíjate qué bien vuela. Se parece a ti.

Nos pusimos de pie y caminamos uno junto al otro, por la orilla, mojándonos los pies. Tadeo retiró una pequeña pluma que se había adherido a mi hombro y después me cogió de la mano.

A medida que el agua me mojaba los pies, en aquel ir y venir de las olas, sentí que el mar se llevaba una parte de mis miedos.

Y quizá se llevara todo. Pero esa vez me había traído un hombre.

—Me gusta cómo te sienta el marrón.

—¿De verdad?

—¿Por qué habría de mentirte? —respondió.

2 comentarios para “El mar- Patricia Miró Quesada

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