(NOVELA) No había estado en Nueva York desde hacía once años. Aparte de una estancia en Boston para que me extirparan la próstata cancerosa, apenas me había alejado de mi carretera rural de montaña en los Berkshires durante esos once años, y lo que es más, pocas veces había leído un periódico ni escuchado las noticias desde el 11 de septiembre, tres años atrás; sin ninguna sensación de pérdida (tan solo, al comienzo, una especie de sequía en mi interior), había dejado de habitar no solo el gran mundo, sino también el momento presente. Mucho tiempo atrás había aniquilado el impulso de estar en él y formar parte de él.

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EL MOMENTO PRESENTE

 

Pero ahora había conducido los más de doscientos kilómetros en dirección sur hasta Manhattan para ver a un urólogo del hospital Mount Sinai especializado en un procedimiento quirúrgico para ayudar a hombres como yo, incontinentes tras haber sido operados de la próstata. Mediante un catéter inserto en la uretra, inyectaba una forma gelatinosa de colágeno en el lugar en que el cuello de la vejiga se une a la uretra, y de este modo lograba una notable mejora en el cincuenta por ciento de sus pacientes. No eran unas grandes expectativas, sobre todo cuando «una notable mejora» solo significaba el alivio parcial de los síntomas, reduciendo la «incontinencia severa» a «incontinencia moderada», o la «moderada» a «ligera». De todos modos, como sus resultados eran mejores que los obtenidos por otros urólogos que utilizaban más o menos la misma técnica (no había nada que hacer respecto al otro riesgo de una prostatectomía radical, del que yo, como decenas de millares de otros pacientes, no había tenido la suerte de librarme: daño neurológico con resultado de impotencia), fui a Nueva York para consultarle, mucho después de que yo mismo me creyera adaptado a los inconvenientes prácticos de una condición como la mía.

En los años transcurridos desde que me operaron, incluso había considerado superada la vergüenza de orinarme encima y que me había repuesto de la desorientadora conmoción que supone la incontinencia, irritante sobre todo durante los primeros dieciocho meses, período en el que, según el cirujano, se iría reduciendo gradualmente, como así le sucede a un pequeño número de afortunados pacientes. Pero, pese al carácter cotidiano de los hábitos necesarios para mantenerme limpio y libre de olor, lo cierto es que no me había acostumbrado nunca a llevar la ropa interior especial, a cambiar las almohadillas y a enfrentarme a los «accidentes», del mismo modo que no había superado la humillación subyacente, porque allí estaba yo, a los setenta y un años, de regreso al Upper East Side de Manhattan, a no muchas manzanas del lugar donde había vivido cuando era un hombre más joven, vigoroso y sano; allí estaba yo, en la sala de recepción del departamento de urología del hospital Mount Sinai, solo para que al cabo de un rato me asegurasen que, con la adherencia permanente del colágeno al cuello de la vejiga, tenía la posibilidad de ejercer un control sobre mi flujo urinario algo mayor que el que tiene un niño pequeño. Mientras esperaba, imaginando la intervención, hojeando los rimeros de las revistas People y New York, me decía: Totalmente irrelevante. Da media vuelta y regresa a casa.

Me había pasado los once últimos años solo en una casita junto a una carretera de tierra en pleno campo, y había tomado la decisión de vivir aislado de ese modo unos dos años antes de que me diagnosticaran el cáncer. Veo a pocas personas.

Desde que, hace un año, falleciera mi amigo y vecino Larry Hollis, pueden pasar dos o tres días sin hablar más que con la mujer que viene a hacer la limpieza todas las semanas y con su marido, que se encarga del mantenimiento de la casa. No asisto a cenas, no voy al cine, no veo la televisión, no tengo teléfono móvil ni vídeo ni reproductor de compactos ni ordenador. Sigo viviendo en la Era de la Máquina de Escribir y no tengo ni idea de lo que es la World Wide Web. Ya no me molesto en votar. Me paso escribiendo la mayor parte del día y a menudo hasta bien entrada la noche. Leo, sobre todo los libros que descubrí cuando era estudiante, las obras maestras de la literatura que siguen ejerciendo sobre mí un poder no menor, y en algunos casos superior, al que ejercieron en mis estimulantes encuentros iniciales con ellas. Ultimamente he estado releyendo a Joseph Conrad por primera vez en cincuenta años, lo más reciente su novela La linea de sombra, que me he llevado conmigo a Nueva York para darle otro repaso, pues la había leído de una sentada hacía escasas noches. Escucho música, paseo por los bosques, cuando el tiempo es cálido nado en mi estanque, cuya temperatura, incluso en verano, apenas supera los veinte grados. Allí nado sin bañador, pues nadie puede verme, de modo que si dejo detrás de mí una delgada y ondulante nube de orina que decolora visiblemente las aguas circundantes del estanque, apenas me inmuto y no experimento en absoluto la desazón que sin duda me acometería si mi vejiga empezara a vaciarse involuntariamente nadando en una piscina pública. Existen unos calzoncillos de plástico con los bordes muy elásticos, diseñados para bañistas incontinentes y que se anuncian como herméticos, pero cuando, tras muchas evasivas, accedí y encargué unos que había visto en un catálogo de material para natación, los probé en el estanque y descubrí que, si bien llevar aquellos grandes bombachos blancos bajo el bañador mitigaba el problema, no lo erradicaba en grado suficiente para atenuar mi cohibición. Antes que correr el riesgo de sentirme avergonzado y molestar a los demás, abandoné la idea de nadar con regularidad en la piscina de la universidad durante la mayor parte del año (con bombachos bajo el bañador) y me limité a seguir tiñendo de amarillo esporádicamente las aguas de mi propio estanque durante los pocos meses de tiempo cálido en los Berkshires, cuando, tanto si llueve como si luce el sol, nado a diario durante media hora.

Un par de veces a la semana bajo de la montaña y voy a Athena, a unos doce kilómetros de distancia, para comprar provisiones, ir a la lavandería, en ocasiones comer o comprarme unos calcetines o elegir una botella de vino o utilizar la biblioteca de la Universidad de Athena. Tanglewood no está lejos, y a lo largo del verano voy allí unas diez veces para escuchar conciertos. No doy lecturas ni conferencias ni enseño en una universidad ni aparezco en la televisión. Cuando se publican mis libros, mantengo una absoluta reserva. Escribo todos los días de la semana, y por lo demás guardo silencio. Me tienta la idea de no publicar nada… ¿No es el trabajo todo lo que necesito, el trabajo y su proceso? ¿Qué importa ya si soy incontinente e impotente?

 

Tomado de: Sale el espectro- Philip Roth. Editorial: De Bolsillo, 2007.

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