porquecortazar

(ARTÍCULO) Conocí a Julio durante una tarde escolar en clase de Literatura. La mayoría de mis compañeros ignoraba aquel cuento que desfiguraba los límites de la realidad y la ficción (y que después identificaría como Continuidad en los parques) mientras yo lo seguía atento, con las manos puestas sobre la hoja. Hasta ese entonces, sólo había leído con entusiasmo buena parte de la obra de Verne, Salgari y Stevenson. A veces también había suspirado con poemas de Bécquer, pero poco sabía de la literatura que se había logrado en Latinoamérica.

Por:

Diego Triveño

Terminado el relato, fui el primero en elogiarlo y proponer, a sabiendas de que el resto abuchearía en coro la idea, una segunda lectura. Decir que me invadió la curiosidad por saber más sobre su autor resultaría por mucho insuficiente. A los 14 estaba acostumbrado a relatos clásicos y convencionales, pero el de esa clase me pareció diferente. Anoté su nombre y varios otros de sus títulos del libro de fotocopias que era mi guía escolar. Una vez acabadas las clases, corrí hacia la biblioteca del colegio y le pedí al encargado más libros sobre ese autor, ‘Julio Cortázar’, afirmé. Pero a su regreso, el hombre no trajo consigo buenas noticias ni ejemplares. ‘No lo tenemos’, indicó.

A partir de eso, busqué desesperadamente más allá de los límites de la escuela cuentos de Cortázar. Ya había agotado toda esperanza de encontrarlos cuando en una librería de viejo, un título me atrajo con la fuerza que ejerce el ovillo sobre algunos felinos. Era un libro negro con la cubierta dada al tiempo y al descuido, de hojas que transmitían la apariencia de una biblia muy antigua.

Aquella tarde adquirí mi primer ejemplar de Rayuela en una de las ediciones que había impreso El Comercio hacía varios años.

Siempre lo admitiré: la novela se me hizo muy confusa. Las indicaciones a manera de prólogo en el tablero de dirección lograron intimidarme un poco, o por lo menos prevenirme del desastre que sería esa primera experiencia. Terminé decepcionado por el autor que meses antes había ovacionado. Olvidé Rayuela en el mismo rincón al que luego llegarían Finnegans Wake y El ruido y la furia, y decididamente no volví a sus páginas durante mucho tiempo. No fue hasta la Feria del Libro cuando vi por primera vez una estantería repleta de tomos de autores argentinos. Desembolsé todo lo que tenía y adquirí algunos de sus cuentos a manera de revancha, pasaría muy poco para que los terminase, y Cortázar se convirtiese en uno de mis autores de cabecera.

Legítima heredera de algunos componentes borgianos, la obra cuentística de Cortázar discurre de modo elegante y limpio, frecuenta temas relacionados al universo interno del hombre: La realidad en conflicto con los sueños (La noche boca arriba), la desorientada condición humana (La puerta condenada), la incertidumbre frente a la vida en la cotidianeidad del tiempo (La autopista del sur), entre muchos otros, todos engarzados bajo la etiqueta de ‘relatos fantásticos’.

Cortázar fue el primer autor que seguí con lápiz y papel. No sólo definió mi vocación sino que despejó una literatura que hasta entonces ignoraba, conocí gracias a él a los grandes escritores del siglo XX: Borges, Pizarnik, Sábato y Storni, incluso Vargas Llosa dejó de ser para mí un nombre que sólo era mencionado ocasionalmente en algún noticiero o librito de clases. Además, comencé a leer los cuentos que aludía en sus conferencias en Berkeley (Clases de Literatura) y a los que, con admiración, etiquetaba como inolvidables (Cuentos inolvidables según Julio Cortázar) y que tanta compañía me hicieron en largas tardes fuera de clases. Por eso tengo que coincidir, al igual que un considerable número de personas, en reconocer su asombroso e insólito talento como narrador. Aun así, seguí frecuentando Rayuela cada vez que podía. Los resultados fueron bastante buenos, pero no lo suficientes como para tener el atrevimiento de hacer una reseña sobre ella o por lo menos elaborarle un primitivo resumen.

La literatura se reinventa continuamente, y por ello sería bastante injusto no atribuirle a Cortázar gran parte de la vanguardia literaria actual, de igual forma, y contrario a lo que se refieren algunos de sus críticos como César Aira (pese a su inevitable parecido estilístico), encasillar a Cortázar como un autor perseguido y santificado por los jóvenes significaría desmerecer el papel universal que tuvo y, no por poco consagró, en todas las letras latinoamericanas.

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