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(CUENTO) «Después de mucho tiempo, sin saber exactamente por qué te he recordado. Han pasado casi veinte años desde aquella tarde; el tiempo y todo lo que sucedió, deberían haberse asentado como una capa compacta de olvido sobre la memoria, sin embargo, de un momento a otro, ahí estás otra vez, con tus trece años recién cumplidos y las osadías de la niñez avivando nuestros movimientos».

 

Mike Surprising, the secrets that people keep.

Brenda No, it ain’t, Mr. Noonan. A person without secrets is like a scarecrow without stuffing. The things nobody knows make us who we are.

Stephen King’s Bag of bones,

Matt Venne

Después de mucho tiempo, sin saber exactamente por qué te he recordado. Han pasado casi veinte años desde aquella tarde; el tiempo y todo lo que sucedió, deberían haberse asentado como una capa compacta de olvido sobre la memoria, sin embargo, de un momento a otro, ahí estás otra vez, con tus trece años recién cumplidos y las osadías de la niñez avivando nuestros movimientos.

Estábamos en el jardín trasero de la casa, jugábamos a las escondidas y era tu turno de buscar. Eran poco más de las seis y el cielo se había teñido de ese rojo intenso y dramático que tienen algunas tardes de verano, reflejándose sobre la ventana del cuarto de nuestros padres. Te quedaste contemplándola. Después nos contaste que sin ningún motivo, pensaste de pronto en el infierno y nos pediste que no se lo dijéramos a mamá, ella fue siempre extremadamente religiosa y te habría acosado con preguntas que no sabrías responder, decidimos ahorrarte el prolongado sermón. Unas semanas atrás, el padre Julio había comenzado a hablar en las clases de religión con un desacostumbrado tono exaltado; te preguntabas qué había sido de las parábolas sobre ser buen hijo y ayudar al prójimo, sin ninguna explicación, ellas fueron dando paso a largas charlas sobre el pecado, el diablo y la tentación. Aquella vez que me interrogaste, no supe qué responder…

Caíste temblando sobre el césped, fulminado como las cuculíes que alcanzábamos con perdigones en el parque frente a la casa. Decías que una creciente sensación de pavor se adueñó de ti y sofocó los ruidos del jardín, nuestros cuchicheos, las risas apagadas y el chirriar de los grillos. Un vacío voraz apresó entre sus dientes la voz del mundo en un grito contenido. El calor comenzó en las yemas de tus dedos, tomando presas las manos y enrojeciendo las palmas. Te sentiste envuelto por una marea de fuego, ensordecido por el crepitar, deslumbrado por la visión de la calle ante la casa incinerada por una llamarada que caía de cielo y calcinaba árboles y coches.

Mamá salió por la mampara abierta, volcando dos o tres macetas a su paso y papá corrió en busca de un doctor. Cuando despertaste, estabas sobre tu cama, arropado y con la mirada escrutadora del médico haciendo sombra sobre tu rostro. Permanecimos mirando desde la puerta, asustados. Te observó por largo rato, tomó la presión, alumbró con una linterna tus pupilas y te hizo toser varias veces. “No veo nada malo”, dijo tranquilizando a mamá, “… con un poco de descanso estará bien. Es un chico fuerte ¿no?” Te observó otra vez… descubrí en su mirada una expresión de desconcierto, quizá descubrió en tu mirada algo que se nos escapaba, pero no quiso hacerle caso y se despidió. Mamá lo acompañó, desde el pasadizo oímos los pasos perderse bajando las escaleras. Aquella noche, escuché las voces apagadas de nuestros padres hablando sobre cómo te habías desplomado en el jardín. Estaban asustados, todos lo estábamos.

Durante el desayuno pensé otra vez en las cuculíes. Viéndote con la mirada escondida tras el vaso de leche, supe que también pensabas en ellas. Las aves en general siempre te causaron un miedo irracional, te aterraba ver sus sombras agigantarse sobre las veredas caldeadas por el sol en las tardes de febrero. Lo que más te amedrentaba eran sus ojos, esos ojos inconmovibles… los mismos ojos inexpresivos que decías tenían los santos en la iglesia del Pilar, aquellas miradas petrificadas que te observaban vacíos de expresión cuando ensayaban con el padre Julio el rito de la Primera Comunión. Les repetía que no podía haber errores, que la mirada del Señor se posaba con extremado celo sobre los que por primera vez probarían su carne y sangre. La primera vez que oíste aquello, te provocó una irresistible sensación de nauseas, la misma sensación que tenías al ver a mamá trozando un filete, esa masa sanguinolenta entre sus manos blancas armadas con acero, abriendo muescas sobre el músculo muerto.

Después todo pasó muy deprisa, día a día te volvías más retraído y ya no jugabas con nosotros como antes, permanecías en tu cuarto y nos observabas desde tu ventana; cuando mirábamos hacía ti, apartabas la vista y te quedabas contemplando el atardecer por encima del muro del jardín. A veces, nos atajabas cuando corríamos escaleras arriba y decías que no podías dormir por las noches, que permanecías en vela y temías cerrar los ojos cuando la casa estaba en silencio, porque apenas los cerrabas, las imágenes del fuego cayendo desde el cielo eran lo único que veías. Fuego y gente corriendo sin poder esconderse de esa resaca roja alentada por la ira de Dios. No te cre dibujare erasstaba tu cuaderno. s ahorrarte esa larga conversaciíamos y seguíamos de largo entre risas, pensando que solo lo decías para llamar la atención. No era así. Languidecías y las ojeras persistían bajo tus ojos tristes y temerosos.

Aquella mañana entré en tu cuarto mientras te duchabas, sobre la cama estaba tu SketchBook. Siempre envidié lo bien que dibujabas. Cuando éramos más chicos te pedíamos que nos hicieras a los superhéroes de las series que veíamos en la tele, pero con el tiempo dejamos de hacerlo y los juegos de video ganaron nuestra atención. Tú permanecías aferrado al cuaderno de dibujos mientras hacíamos competencias en el Atari, y nos observabas desde el sillón con el SketchBook entre tus piernas y los lápices desparramados sobre el tapizón.

En las primeras hojas no descubrí nada fuera de lo común. Un esbozo de la casa a carboncillo, la silueta de mamá sentada en la tumbona del jardín, el perfil de Felipe, las manos angulosas de Eduardo aferrando una pistola de perdigones apuntando a un ave sobre la acera, la sala y nosotros  frente al televisor. Infinidad de bocetos, tachados y retocados con esmero… Nuestros rostros sonrientes congelados en saltos y acrobacias, la sombra de papá observándonos como un silencioso guardián de nuestros juegos. Fueron las páginas más recientes, con aquellos violentos manchones de carbón que las llenaban, las perturbadoras. Bosquejos obscuros de la casa desde diversos ángulos, la calle proyectada en medio de la noche con el punto de fuga en el infinito, observada desde lo alto por un ojo carmesí encerrado en un triángulo… y en todos los dibujos, esas siluetas de hombres en procesión rumbo a la casa, con los brazos extendidos simulando alas negras, proyectando sombras de aves en vuelo.

La última hoja me hizo cerrar de golpe el cuaderno y salir espantado derribando la silla del escritorio. Me refugie en mi cuarto. Por más que cerraba los ojos y me tapaba con la almohada, no podía dejar de ver esa imagen. Dibujaste nuestra calle desierta, desde el cielo caían llamaradas que habías trazado con violencia emborronando la crayola roja. Sobre la casa, nuevamente aquel ojo, vigilante y perturbador… marcaste sus trazos hasta casi romper la hoja de papel. Los mismos hombres obscuros permanecían ante la puerta, pero no tenían los brazos extendidos, eran alas negras y emplumadas las que nacían de sus hombros y señalaban nuestra casa. Esbozaste tu rostro en el ventanal con una expresión de terror pavorosa, el detalle que habías usado era inquietante, mirabas con ojos suplicantes, como implorándoles que no traspusieran la endeble cerca del jardín y hollaran el recibidor. Una bandada de cuculíes con los cuerpos abrasados en trazos rojos de crayón llenaban el cielo, entremezclándose con las llamaradas que ardían en las nubes de borrasca. A lo lejos, la solitaria torre de la iglesia del Pilar, con su cruz indiferente, era incapaz de protegerte y solo se alzaba distante, aplastada por el firmamento en combustión.

Golpeaste la puerta de mi habitación, llamaste una y otra vez, oí tu llanto quedo y aterrado. Sólo apreté más la almohada sobre mi rostro hasta quedar dormido. Cuando desperté la casa estaba en silencio. Papá y mamá había salido, Felipe y Eduardo pasarían la noche donde nuestros primos. Llegué hasta la puerta de tu habitación y toqué un par de veces. No contestaste, todo era silencio y tensión, el pasadizo me pareció demasiado oscuro y expectante. Sentí miedo de permanecer ante esa mueca de ferocidad y entré. Estabas tendido en la cama con el rostro vuelto, mirando hacía la ventana. La tarde lanzaba una pátina escarlata sobre los contornos de tu cuerpo inmóvil.

Caminé hasta tu lado y busqué despertarte tocándote suavemente el hombro, estabas helado. Encendí la luz del velador y me senté en el borde de la cama. Hablé por largo rato, te conté que había visto tus dibujos, te dije cuánto me atemorizaron, te hablé sobre lo peligroso que era a veces callarse las cosas con los padres, hablé de los secretos y los silencios prolongados que nos llegan a envenenar por dentro sin que sepamos cómo y cuándo nos enfermaron el alma. Creo que te hablé como nunca lo había hecho, con la seriedad que podía tener el discurso de un chico de quince años recién cumplidos.

Cuando nuestros padres llegaron nos encontraron en tu cuarto en penumbra. Mamá encendió la luz y pegó un grito destemplado. Permanecías inmóvil sobre la cama… con el rostro ensangrentado, desfigurado y como picoteado por cientos de aves. Papá me tomó del brazo y me sacó a rastras de la habitación en medio de mis forcejeos y gritos.

“Era un joven puro, ahora participa de la gracia de Dios”… sentenció el padre Julio mientras lentamente descendía el ataúd y mamá soltaba un ramillete de flores sobre la tapa. Acompañando tu cuerpo había logrado esconder el cuaderno de dibujos. Habías arrinconado sombras demasiado espantosas refundiéndolas entre aquellas hojas y temí incinerarlas, creyendo que las cenizas negras elevándose en la noche podrían ser tomadas como una blasfema plegaria de catástrofes. Tus secretos persistirían silenciosos, penetrando lánguidamente a través de la caja que te acogía, infectando la tierra que pisábamos. No podía hacer más.

Emprendíamos el regreso a casa cuando contemplamos horrorizados como el sol de mediodía se enrojecía en un pulso cósmico que dobló su tamaño; ante las miradas turbadas y cientos de manos alzándose pidiendo clemencia, las nubes se encendieron como yesca en una hoguera que abarcó el firmamento hasta donde alcanzaba la vista. Huimos despavoridos del abrazo brutal de una estrella enloquecida que se volcaba en fuego y condena sobre el planeta. Corrimos entre la multitud enceguecidos por las humaredas de árboles resecos ardiendo bajo cielos surcados por bandadas inflamadas. En el tumulto perdí de vista a mis padres y hermanos, di un traspiés y caí al suelo, lo único que pude ver por unos instantes fue solo un revoltijo de piernas y cuerpos abatidos.

Mientras seguía corriendo por mi vida, supe que no volvería a ver a mi familia, entre llantos me repetía que tenía que olvidar… desterrarte de mi memoria, a ti y a tu maldito cuaderno de dibujos. Sin embargo… ya lo ves, no lo conseguí.

Sobre el autor;

RAÚL QUIROZ ANDÍA (Lima, 1973). Estudió filosofía. Diseñador y narrador. Participó en Lado B de la antología de microrelatos “201”. Autor del libro de relatos «Maneki-Neko» (Altazor, 2014).

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