(Foto: USI)

Título: Los niños muertos
Autor: Richard Parra
Editorial: Demipage, 2016

(RESEÑA) «(…)a pesar de que los personajes ejerzan y se construyan a partir de la violencia, esta no es una novela que se proponga narrar la violencia. Es, más bien, un relato de aprendizaje de la crueldad en el que la violencia no es la excepción sino el territorio cotidiano en el que se mueven los personajes».

Se trataría de decir, escribir, imprimir, gritar, gemir que el vicio es una terrible desgracia, que el vicio es un abuso solapado y presuntuoso de su triste persona, que el vicio vestido de rojo es un magistrado o un cardenal, un policía antes que un asesino, en todo caso algo que reviste todo el siniestro y turbio aparato de la desgracia, lo que quiere decir también que, por supuesto, la desgracia es todo lo hipócrita y lo mudo.

Georges Bataille, “La desgracia”

Por:

Fernando Toledo

Los niños muertos es la tercera novela de Richard Parra (Lima, 1976), narrador y ensayista peruano[1] residente, desde hace más de una década, en Nueva York. La obra de ficción de Parra está compuesta, además, por Contemplación del abismo (Borrador, 2010) y las novelas cortas La pasión de Enrique Lynch/Necrofucker (Demipage, 2014), todas ellas narraciones que anticipan en mucho el lenguaje, espacios, personajes y temas que, en esta estupenda novela de aprendizaje hacia la crueldad, relumbran sobre un fondo de barriadas y miseria prevelasquista.

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Los niños muertos (en adelante, LNM) está estructurada en cuatro actos, en los que se cuenta la historia de la familia de Daniel Suárez, un niño pequeño que vive con sus padres en la barriada El Montón[2] durante la primera mitad del segundo gobierno de Fernando Belaunde. En múltiples historias intercaladas y relatadas por decenas de personajes, se narran, también, la historia de su madre, Micaela, en Celendín, Cajamarca; y la de su padre, Simón, en la hacienda Vichaycoto, Junín. Las historias de Micaela y Simón se remontan a un Perú andino, prevelasquista y agrario, del cual ambos escapan como pueden para, más tarde, encontrarse en Lima, formar una familia en El Montón y, finalmente, instalarse en el distrito obrero de La Victoria una vez que Simón logra una mejor situación económica.

LNM es una novela compleja, con un enorme y poco frecuente mérito en el panorama de la narrativa latinoamericana contemporánea: plantea un diálogo –inteligente y libre de complejos– con lo más reconocible e influyente de la tradición narrativa continental. De este modo, LNM actualiza la larga tradición realista latinoamericana y, en esta labor dialéctica, encuentra caminos narrativos divergentes de los que ayudaron a cimentarla. Así, la narrativa urbana de Enrique Congrains[3], la del primer Vargas Llosa o el compromiso ideológico y con sus personajes de José Revueltas se articulan con el olor a tierra y piedra, y las estructuras sociales resquebrajadas –o ya de plano en ruinas– rastreables en la obra de José María Arguedas, Ciro Alegría, Juan Rulfo o Joao Guimaraes Rosa. Sin embargo, estas formas de observar el mundo –de narrarlo– son recreadas en la novela de Parra a partir de una economía, precisión y reproducción de la oralidad extremas, y de una puesta en escena que no deja tiempo para reflexiones sino solo para la acción de sus personajes. En este esfuerzo, la sequedad y objetividad de la prosa de Parra logra momentos que impactan no solo por su crudeza, sino por la efectividad de sus narradores.

La novela comienza con una frase contundente y que calibra la narración: “Un carro derriba a Micaela mientras vende camisas escolares en la avenida Abancay” (13). Lo que sigue al accidente es una descripción detallada y objetiva de la escena: son líneas salpicadas de sangre, testigos carroñeros y servicios estatales deficientes. Poco después, Daniel y su padre, Simón, aparecerán en escena y, con ellos, los olores, ruidos y enfermedades (puntualmente, la TBC) que rondan el centro de la ciudad y a quienes lo transitan. Así, del mismo modo en que Zavalita –desde el inicio de Conversación en La Catedral–  mira “sin amor” la Av. Tacna, o en que M –en el arranque de Al final de la calle– camina esas mismas avenidas en busca de trabajo, sin esperanza y con hambre, ahora es Daniel quien observa el caos y cúmulo de agresiones que ofrecen las calles de Lima a inicios de la década de 1980. Sin embargo, algo curioso sucede con este niño. Mientras Zavalita o M ven con estupor o vencidos una ciudad degradada e intentan evaluarla, Daniel observa Lima lleno de preguntas y reacciona a las respuestas que la ciudad le ofrece como alguien que se ha alimentado de la agresión incluso desde antes de nacer.

Es en este sentido que la novela, sus personajes y la Historia del país representada en ella parecen responder a la forma de pensar de Catalina Parra, la abuela de Simón. En un momento, esta le dice a su nieto: “Así que desde ahora, ve preparándote y, para eso, debes ir ya olvidándote de este pueblo y de tu madre, que disculpa lo que te diré, pero es una recontra puta; seguro la seguirás queriendo, pero con un amor así no se vive y tal vez odiando es que uno sale en la vida” (131, mis subrayados). Para la abuela Catalina, el odio se entiende como un elemento movilizador, como agente vital. Por ello, a pesar de que los personajes ejerzan y se construyan a partir de la violencia, esta no es una novela que se proponga narrar la violencia. Es, más bien, un relato de aprendizaje de la crueldad en el que la violencia no es la excepción sino el territorio cotidiano en el que se mueven los personajes. De este modo, la narración y sus decenas de personajes se construyen en función de un odio fundador, resultado histórico de abusos y autoritarismos (el discurso patriarcal e incestuoso en la historia de Micaela; el gamonalismo y el pongaje en la de Simón; el clasismo y racismo limeños). De algún modo, todas las historias de la novela parecen converger en un empeño por historizar el camino que lleva a Daniel a aprender que, en su mundo, la violencia es la única herramienta útil para desenvolverse; a interactuar con ella con la naturalidad de quien está seguro de que el mundo que conoce y habita es, así también, el único posible.

LNM es una novela que se interesa no tanto en la muerte ni en la violencia, sino en las estructuras que las posibilitan.

Sin embargo, este acercamiento a la violencia –o al “odio”– como agente movilizador de la Historia no es unidimensional. Los esfuerzos de LNM no se detienen únicamente en ofrecer escenas de abusos y violencia. En esta novela, los personajes de Parra –si bien se caracterizan por relacionarse entre ellos y con el mundo a través de sus actos, cargados de brutalidad e inmediatez– no son solo violentos: además, son solidarios. De este modo, la manera en que se relacionan con una violencia naturalizada por la narración, esa respuesta racional ante la agresión –frente al monopolio estatal de la violencia, uno de los pilares de las democracias liberales–, revela una notable lealtad hacia los personajes y sus circunstancias. Es en este sentido que los personajes de LNM se emparentan con aquellos que pueblan los márgenes y barriadas en los relatos de Congrains (se pueden considerar como ejemplos “El niño de junto al cielo” o “Cuatro mil pisos, mil esperanzas”, relatos protagonizados por niños, y ambientados en El Agustino y Matute, respectivamente), en los que, en un contexto de migraciones, tugurización y sordidez, suele aparecer algún personaje o detalle que matiza las acciones o territorios violentos, abriendo breves resquicios en los cuales los personajes podrán sobrevivir[4]. Algo similar sucede con los militantes comunistas de Los errores y El Apando, dos excelentes novelas del narrador mexicano José Revueltas. En ellas, las luchas políticas e intestinas del Partido Comunista mexicano o el interior de una cárcel política mexicana otorgan un contexto en el cual las lealtades van más allá de la militancia y son posibles, precisamente, debido al trasfondo brutal de las prisiones. En este sentido, quizás el personaje que mejor representa la solidaridad latente en estas violencia y crueldad sea Isaura Pando, adolescente encargada de cuidar al joven protagonista. Además de esta labor, Isaura le cuenta a Daniel fascinantes historias que remiten a mitos y narraciones orales. Estas historias, como aquella llamada “El tumbabrujas” (113 – 116), están cargadas de muertos, sexo, aparecidos y seres mitológicos. La relación entre un personaje en formación y una mujer depositaria de la sabiduría oral andina remite fuertemente a dos de las principales novelas de aprendizaje escritas en el Perú: Los ríos profundos, de Arguedas; y País de Jauja, de Edgardo Rivera Martínez. En ambos casos, los jóvenes protagonistas sienten un fuerte apego por la figura y el saber que proyectan estas mujeres. En el caso de Arguedas, la admiración del niño Ernesto por la lideresa de las chicheras, doña Felipa, lo lleva a unirse a su rebelión y a marchar con ellas, bailando y cantando hasta desfallecer. En la novela de Rivera Martínez, los relatos orales que Marcelina le cuenta a Claudio, el protagonista adolescente, son centrales en la construcción del personaje y, sobre todo, en la estructura de la novela misma. En el caso de LNM, es a través de Isaura que Daniel conoce el poder de narrar, la felicidad del juego y la inocencia de la sexualidad. Asimismo, es a través de ella que se vincula directamente con lo marginal al orden y la ley, con la delincuencia: los hermanos de Isaura son ladrones conocidos.

 

Si uno se detiene un momento en la relación de Daniel con los discursos de autoridad, la ilegalidad y su violenta marginalidad, es entonces cuando cobra sentido el epígrafe de Georges Bataille. En LNM, el patriarcalismo, el gamonalismo, el clasismo, el racismo apuntan a los “vicios vestidos de rojo” señalados por Bataille en el epígrafe. En el universo de la novela, estos “vicios” se corresponden con el Estado y con figuras de autoridad (un tío-patriarca; el hacendado; la patrona), antes que con las barriadas, los márgenes, los migrantes, las prostitutas y los delincuentes; y, del mismo modo que en Bataille, estos “vicios” (esos “abusos asolapados”, esa “terrible desgracia”) “reviste[n] todo el siniestro y turbio aparato de la desgracia”. Es en este sentido que la relación de Daniel y su familia con los hermanos de Isaura, Efraín e Isaac Pando, aporta a la novela. Los hermanos Pando son un par de delincuentes comunes que, con frecuencia, son narrados cometiendo delitos o siendo rechazados por estas acciones. Sin embargo, Daniel siente una suerte de admiración por ellos e, incluso, les profesa una gran lealtad (Daniel guarda las armas de los Pando en espera de que salgan de prisión, por ejemplo). De modo similar, Simón, al enterarse de la detención de los hermanos, siente una profunda pena por la madre de Isaura: “Pobre vieja su madre… Sea lo que sea, esos muchachos eran el único sustento de esa señora” (83). La “terrible desgracia a la que apunta Bataille, entonces, no ocurre en los márgenes ni se constituye en el delito, sino en las estructuras políticas, sociales, ideológicas que posibilitan y clasifican los márgenes y el crimen. Catalina Parra resume esta situación en una frase: “tal vez odiando es que uno sale en la vida”

Precisamente, este “odio movilizador” es el destila de Simón –hijo natural del capataz de la hacienda, Jacobo Suárez– cuando piensa en su padre: “Volveré a este pueblo a enterrarte… Yo mismo cavaré un hueco y allí te tiraré de cabeza, Jacobo Suárez” (139)[5]. Este momento fundador para Simón –“la muerte del padre”– alcanza su clímax en el evento político más importante del siglo XX, el evento que cambió radicalmente la estructura social del país: la Reforma Agraria emprendida por el general Juan Velasco en 1969. Así, la novela nos dice:

Simón se entusiamó cuando el presidente Velasco nacionalizó los bancos, las minas de Cerro de Pasco y la International Petroleum Company. También cuando desalojó a los americanos y les expropió las refinerías de La Brea y Pariñas. Apoyó la reforma agraria y se alegró cuando Velasco les dio 24 horas a los hacendados para que entregaran la tierra a los campesinos. Lo aclamó cuando en la radio le escuchó decir “¡Campesino, el patrón ya no comerá más de tu pobreza!”

Le pareció justo. En Vichaycoto, el hacendado Jeremías Bernal no pagaba salarios, sino propinas o alimentos a cambio del trabajo. No les facilitaba atención médica a los campesinos. Los mantenía en la ignorancia, permitiéndoles solo el segundo grado a los hombres, y nada a las mujeres. (189)

En varias ocasiones, la prosa seca, directa y eficiente de Parra se presta para un humor denso, ni siquiera negro, sino resinoso; un humor pesado que no se procesa a la ligera y deja una estela de desazón que equilibra muy bien la novela.

El narrador describe en este pasaje las medidas adoptadas por el Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas y el contexto social frente al cual se tomaron estas medidas estatales. Así, luego de la Reforma Agraria, Simón puede regresar a su pueblo, ya que el hacendado Bernal y su sistema de explotación fueron terminados por esta. “En tiempos de Belaunde yo no podía volver a Vichaycoto” (190), le dice Simón a Micaela, comentando el gobierno de Velasco y contándole la historia de su fuga de la hacienda. De este modo, la Reforma Agraria posibilita que Simón vuelva a Vichaycoto a “cavar un hueco”, es decir, terminar con una parte de la Historia, y “tirar de cabeza” el cadáver del sistema de explotación que le dio vida y lo formó, representado en el cuerpo autoritario de un padre que no lo reconoce y lo desprecia. Para Simón, Velasco, su gobierno y reformas son las herramientas que facilitan su liberación de una imagen paterna autoritaria y que representa el sistema de haciendas, uno de esos “vicios”, de esas “terribles desgracias” que señala Bataille.

«Un plato poco apto para estómagos melindrosos que proporciona alimento para mucho tiempo, escrita por un autor que conoce muy bien su oficio y lo desempeña a las mil maravillas». (La antigua libros)

No obstante, como ya mencioné, nada es unidimensional en esta novela. LNM no solo ofrece escenas en las que lo cruel, lo violento, lo sórdido son el centro de la narración. En varias ocasiones, la prosa seca, directa y eficiente de Parra se presta para un humor denso, ni siquiera negro, sino resinoso; un humor pesado que no se procesa a la ligera y deja una estela de desazón que equilibra muy bien la novela. En este sentido, quizás la escena que condensa de manera más lograda este equilibrio entre lo sórdido y este humor desesperanzado sea la escena del cuarto cumpleaños de una prima de Daniel:

A determinado momento, el payaso Callampín y los personajes de Disney, que se quitaron las máscaras, mezclaron un pisco con un macerado de coco. Pluto se durmió, el Ratón Mickey buitreó y el payaso se la pasó contando chistes de negros, chilenos y homosexuales.

Después hubo un incidente entre la tía Consuelo y las animadoras. La razón: además de vestirse de forma descarada, con minifaldas y escotes, las dicharacheras animadoras repartieron unas tarjetitas ofreciendo a los hombres servicios selectos para despedidas de solteros. (31)

Sin duda, la escena narrada es cómica: hombres adultos disfrazados de animales gigantes ebrios; un payaso xenófobo, racista y homofóbico; animadoras de múltiples habilidades; y un público objetivo cuya edad promedio debe rondar los diez años. Todo esto en una sola escena. Sin embargo, la narración tiene una carga de sordidez que reside en el contraste de edades y comportamientos aceptados entre espectáculo y público.

LNM es una novela que se interesa no tanto en la muerte ni en la violencia, sino en las estructuras que las posibilitan. Así, en la novela de Parra, los niños muertos no son solo los cadáveres de niños que van apareciendo –Miky, Apolonia, Érica, Waldir– sino todos los personajes, sobre todo, Micaela, Simón y Daniel. Si se piensa un poco más detenidamente, en realidad, el joven protagonista y su familia son los verdaderos niños muertos, en tanto sus infancias son interrumpidas por diversos tipos de estructuras sociales, políticas e ideológicas que los condicionan, en determinado momento, a entrar en la lógica y razón crueles del territorio en que se desenvuelven. Sin embargo, este ingreso –a través de actos violentos– es mostrado en la novela como un gesto de liberación; es decir, como ya mencioné, la violencia es ejercida como la única herramienta útil para desenvolverse en un territorio que se percibe, también, como el único experimentable.

Bataille sostiene que habría que “escribir, imprimir, gritar, gemir que el vicio es una terrible desgracia […] un abuso asolapado”. Con LNM, Richard Parra parece recoger esta idea y entrega una novela muy pareja e intensa, cargada de referencias a momentos de convulsión social y cultura popular (“Barrio Piñonate”, clásico del Picaflor de los Andes, por ejemplo, acompaña buena parte de la novela). Asimismo, la novela parece tener muy en cuenta una de las citas más conocidas del Manifiesto Comunista de Marx y Engels, considerada base del pensamiento marxista y que atraviesa la disímil obra de Karl Marx:

La historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.

Hombres libres y esclavos, patricios y plebeyos, señores y siervos, maestros y oficiales, en una palabra: opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con la transformación revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases beligerantes.

El mérito de Parra reside en que, si bien el germen ideológico de la novela puede encontrarse en la “historia de las luchas de clases”, este prurito no se deja sentir en la construcción de personajes, diseño de la trama ni en las historias secundarias. La novela de Parra se escribe desde un lugar evidente, pero los personajes y sus historias se desenvuelven por sí solos. En definitiva, LNM es una novela importante, dura y que, estoy seguro, con los años, solo irá ganando lectores.

 

[1] Como ensayista, Parra obtuvo el premio Copé de Ensayo 2014 con La tiranía del Inca (Copé, 2015), una rigurosa investigación acerca de la prosa política del Inca Garcilaso.

[2] Ubicada en la margen izquierda del río Rímac, zona que fue desalojada recientemente como parte del inicio de obras del proyecto Vía Parque Rímac de la MML.

[3] Especialmente su obra temprana, Lima, hora cero y No una, sino muchas muertes, además del realismo urbano introducido por la llamada Generación del 50, contemporáneos de Congrains.

[4] Al respecto, otro ejemplo sería Maruja y su relación con los locos del taller en la novela No una, sino muchas muertes, del mismo Congrains.

[5] Al comenzar este texto, mencioné que uno de los méritos de LNM era el diálogo explícito que plantea con la tradición narrativa latinoamericana. Esta frase de Simón emparenta, desde sus propias coordenadas, a LNM con una de las influencias mayores de la narrativa del siglo XX latinoamericano, Juan Rulfo. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, comienza Pedro Páramo.

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