Muchos asocian a Lima con la comida. Yo la asocio con las azoteas. Esta es la historia de una crónica que no se llegó a escribir.

Por:
Hildegard Willer

Mi nuevo universo se abrió para mí cuando Elisa me llevó de la mano por la escalera de caracol hacia el techo de su casa. Fue una tarde de marzo de 1999. El sol quemaba sobre el cemento raso y los ladrillos desnudos. Se descubría ante mis ojos una gigantesca buhardilla al aire libre. Todo el pudor de esta ciudad, escondido tras sus rejas, sus modismos, su lenguaje lleno de eufemismos, parecía desvanecerse desde la azotea. Lo que en otras ciudades estaba oculto debajo de unas compuertas, aquí yacía desnudo a la mirada clemente o inclemente del cielo: muebles rotos, cajas de cartón, cajas dentro de otras cajas, fierros oxidados, baldes de plástico de todos los colores. Corría además un viento desértico sobre ropa blanca, ropa íntima, sostenes y truzas, camisas y sacos de oficina. En algunas flameaba una bandera blanquirroja. Por más que la sociedad limeña, la vieja y la nueva —la migrante—, querían esconder sus trapos sucios al que entraba por la puerta grande —y vaya que había trapos sucios en el Perú de 1999—, en la azotea todo salía a la luz.

“Aquí puedes lavar tu ropa”, me dijo Elisa señalando una batea y una manguera, y totalmente inconsciente de la impresión que me había causado la azotea de su casa en San Juan de Miraflores, un barrio de migrantes al sur de Lima. Me acababa de alquilar dos cuartos en el segundo piso. Elisa era, ella misma, una migrante trujillana. Con empuje emprendedor manejaba su casa, a su marido, a sus dos hijos adolescentes y dos empresas. Si una miraba la cabellera rojiza de la cuarentona, no era difícil adivinar el tipo de empresa: en el garaje de su casa funcionaba una peluquería donde embellecía a las mujeres del barrio. De noche guardaba las sillas de peluquería, los peines, los esmaltes y las revistas de moda del año pasado en un rincón para hacerle lugar a su segundo negocio: Elisa era dueña de un Tico que alquilaba durante el día a varios taxistas.

Poco tiempo después, cuando reunió el dinero suficiente, convirtió mi azotea en tercer piso y movió los aires un paso más hacia el cielo. Antes de que esto ocurriera, la cuidamos sus tres habitantes: el perro, Nidia y yo.

EMPLEADAS Y PERROS

Lo usual era que las azoteas estuvieran habitadas por las empleadas y los perros. En cuanto a los perros, nadie jamás me supo explicar cómo no se morían tantos perros famélicos que cuidaban, es un decir, las azoteas de los barrios más miserables. En las azoteas de nuestro barrio abundaban los perros de azotea. En cambio, pocas casas tenían aquí empleadas domésticas, ya que muchas de las amas de casa de esta zona trabajaban de día como empleadas en otras zonas llamadas “residenciales”. No así Elisa, mi casera emprendedora. Ella tenía su propia empleada: Nidia.

Nidia era una chica de quince años de edad que Elisa había traído de su caserío natal en La Libertad y que apenas había terminado la primaria. Tenía un pelo negro y largo que caía sobre su cara redonda de niña. Fue mi compañera de piso, pero siete días a la semana tenía que estar a disposición de la señora Elisa. Creo que servidumbre es el término adecuado para este régimen. Solo tenía tiempo para estudiar los domingos por la mañana.

Nidia fue casi el único miembro de la familia que subió a la azotea. Allí le daba comida al perro y lavaba a mano bultos inconmensurables de ropa.

A veces se escuchaban risas desde arriba: Nidia y Patti se habían refugiado en un rincón de la azotea para compartir sus secretos de adolescentes. Patti era la hija de la casa, tenía quince años, como Nidia, pero un destino bastante más promisorio. Chica de gustos simples, sus ojos grandes reflejaban una gran ingenuidad. Su mamá quería que Patti fuese doctora (o por lo menos esposa de un doctor), y por eso cuando terminó la secundaria la mandó a estudiar derecho en una de esas universidades privadas de tercera que habían aparecido en el vecindario.

Un día de invierno encontré a Nidia llorando en una esquina de la azotea. Me contó entre sollozos lo que había pasado: “La señora me quiere echar. Dice que no he cuidado a su hija. Pero yo no he hecho nada”. De a pocos le pude sacar lo que había ocurrido. Uno de los guachimanes de la calle había puesto sus ojos en Patti y ella lo había correspondido. Solo que un guachimán —uno de los pocos cachuelos al que los chicos desempleados del barrio podían aspirar— no era exactamente lo que Elisa tenía en mente como esposo de la futura doctora. Así que Nidia tuvo el encargo de hacer de chaperona cuando Elisa no estaba. El guachimán, sin embargo, no se detuvo: logró meterse en la casa y entre los brazos de Patti. Elisa regresó antes de lo previsto, los encontró, botó al guachimán, encerró a su hija y le echó toda la culpa a Nidia. Poco después, Elisa la mandó de vuelta a su caserío.

Todo el pudor de esta ciudad, escondido tras sus rejas, sus modismos, su lenguaje lleno de eufemismos, parecía desvanecerse desde la azotea

También a mí me dijo que necesitaba el segundo piso para su familia. Subí por última vez a la azotea. Las ropas blanqueadas se mecían ya bajo la garúa, los perros ladraban y los cachivaches yacían en el mismo lugar. En dos años, nada había cambiado. O casi nada. Lo que había sido la azotea de la casa vecina había desaparecido en un edificio de cinco pisos. Los vecinos habían erigido un hostal con el dinero que les mandaban sus hijos migrantes desde los Estados Unidos. La migración —o “irse de viaje”, como decían los limeños con su inigualable habilidad para no llamar nunca a las cosas por su nombre— era en aquel tiempo el mejor negocio en San Juan, junto con dar posada a las parejas que buscaban un lugar privado para la intimidad.

Fue entonces, mientras mi mirada transcurría sobre las azoteas de San Juan, cuando decidí escribir el reportaje de Lima visitando estos espacios aéreos. Investigar las azoteas de distintos barrios, sus inquilinos, sus historias. Pero antes debía buscarme otra casa.

DE GATOS Y VECINAS

La encontré en un barrio tradicional limeño, a medio camino entre el Centro colonial y el puerto del Callao. Por fin tenía mi azotea propia. Se encontraba escondida en una quinta, un conjunto habitacional de casitas pegadas que compartían el mismo patio. Mi azotea era parte de un tramado de azoteas que cubrían toda la cuadra y que estaban separadas por muros de escasa altura. Así podía observar la vida del barrio. El estado de las azoteas reflejaba el de sus inquilinos: algunas estaban limpias, otras llenas de muebles y trastes viejos. Unas parecían escaparates adornados con flores y matas, otras servían como espacio de depósito de cualquier cachivache.

Si en San Juan me pregunté cómo sobrevivían tantos perros de azotea, aquí mis vecinos parecían muy poco preocupados de que algún ladrón pudiera meterse en sus hogares a través de las puertecillas de madera de chapa que cerraban sus casas hacia arriba. No era que no compartieran la preocupación por protegerse: la reja de nuestra quinta estaba recontracerrada y ningún foráneo podía entrar así no más; pero en los aires de las azoteas reinaba la ilusión de la Lima antigua, donde la desconfianza todavía no había erosionado a la sociedad. Por eso nuestras azoteas no eran el reino de los perros cuidadores, sino el de los gatos. Eran los verdaderos dueños de la quinta y compartían entre ellos los secretos de quienes allí vivíamos y que habían detectado en sus andanzas nocturnas. Aunque no se necesitaban felinos para llevar los chismes de casa en casa. Para eso estaban los mismos inquilinos. Vivíamos tan cerca uno del otro que era casi imposible esconder nuestras vidas. No nos quedaba otra que compartir: Ana, Veronique y yo compartíamos el casero, el gato y el cable.

Y aun cuando no vivía en la quinta, el nuestro era un casero a tiempo completo. Pasaba personalmente a cobrar el alquiler cada mes y con cada inquilino en fecha distinta. Como Ana y Veronique también eran inquilinas a tiempo completo, las disputas entre ellas sobre quién pagaba la factura de aquella reparación, la humedad en aquella pared y la pintura que faltaba, tardaban horas. Con Ana entendí también por qué Lima era el reino de los abogados. Ella era una señorita limeña de unos cincuenta años de edad dedicada siempre a ‘mover su caso’. Un caso judicial que tenía que ver con esta red familiar extensa y con quien debía pasar pensión a quien la mantenía ocupada corriendo de un juzgado al otro durante todo el año. Si no visitaba juzgados hacía cola en algún hospital para atender su salud y recibir diagnósticos cada vez más complicados y recetas con medicinas costosas que la obligaban a su vez a ‘mover su caso’. Aun así, la vida entre corredores de juzgados y hospitales no le hizo perder su buen ánimo, su alegría y su gusto por los chismes de la quinta.

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La escandalosa fue Veronique. Como nuestras ventanas casi se tocaban en la azotea, decidimos jalar un cable entre los dos techos y de esta manera compartir la Internet y la oferta de 90 canales de televisión. Veronique tenía un primo que sabía el truco para conectar el cable sin que la empresa telefónica se enterara. Todos en la quinta tenían algún primo para este tipo de arreglos caseros, y a nadie se le ocurrió ver en esto un delito o un escándalo. Lo escandaloso en Veronique, entonces, era otra cosa: a las 10 de la mañana salía en su bata que apenas cubría sus senos voluptuosos para abrirle la reja al mensajero. A pesar de que había pasado ya hace buen tiempo los cuarenta años y de que era abuela, Veronique era una mujer alta y rubia que irradiaba ese perfume de femme fatale. No escondía sus gustos: hacía fiestas y cantaba y bailaba hasta la madrugada en su casa.

Tampoco aquí podían faltar los cuartos de empleadas. Cada mañana saludaba a mi vecina de azotea, una chica de unos veinte años de edad, pelo negro y largo y que vestía el uniforme azul y el mandil blanco de las empleadas limeñas. Diariamente barría el piso que pertenecía a una profesora jubilada. Huelga decir que su azotea estaba entre las más impecables.

En París los cuartos de empleadas, las chambres de bonnes, se habían convertido hace tiempo en un topo literario como refugio creativo para poetas geniales y pobres. ¿Qué hubiera sido de la historia literaria latinoamericana sin el paso de García Márquez, Julio Cortázar y Julio Ramón Ribeyro por las miserables buhardillas parisienses que no eran sino la versión francesa del cuarto de empleada? Mientras que la azotea limeña y sus cuartos de empleada han estimulado la fantasía infantil de Julio Ramón Ribeyro, no aparecen como lugar de creación artística adulta. Las azoteas limeñas son el lugar de los niños, de los perros, de las empleadas. Son el lugar de los que todavía no pertenecen a la sociedad o de los que nunca tendrán la posibilidad de pertenecer a ella. Simbolizan la libertad y la nostalgia de la Lima antigua, pero también la estructura social, cuyas brechas dan poco lugar a fantasías transgresoras.

En mi azotea de gringa quería dar lugar a estas transgresiones. En mi cuarto de empleada han vivido incontables amigos de todo el mundo, misioneros, campesinos, transeúntes. En mi azotea hemos hecho fiestas hasta que Doña Isabel, la de la casa de al lado, me llevó de la mano para mostrarme las grietas que dizque habían causado nuestros pasos de huaino en su muro. Igual seguimos bailando. En mi azotea nació —casi— mi ahijado. Allí mismo se gestaron tesis y libros. Solo que no se realizó la crónica maestra de las azoteas. Una vez faltó poco. Alberto, un fotógrafo chileno que había dejado su Serena natal por el sueño de tomar fotos de peleas de gallos en el Perú, cayó por esas cosas del azar en mi azotea y lo convencí de que, antes de ocuparse de los gallos, debía subir conmigo a cuanta azotea pudiéramos encontrar para tomar fotos de los techos de Lima. Empezamos a recorrer algunas azoteas del Centro, pero no encontramos quién quisiera publicar el reportaje y lo dejamos caer. El chileno se marchó al norte en búsqueda de la foto perfecta de la riña de gallos, y yo pensé que me quedaba mucho tiempo para escribir esta crónica.

Pero mientras viajaba por todo el Perú reportando peleas entre campesinos y mineros, la vida de azotea cambiaba silenciosamente. Primero fue la invasión de las palomas, que se asentaban en cuanto rincón quedaba. Y cada vez eran menos. En nuestro barrio, cada mes aparecía un edificio nuevo. Lima crecía hacia arriba. En pocas semanas habían derribado dos quintas vecinas para construir edificios de seis pisos. Podía ver el techo del edificio, pero aunque el cielo limeño era el mismo, este techo no merecía el nombre de azotea. Era una planicie llana, gris y totalmente vacía. Ni las palomas ni los gatos querían asentarse allí. Las ropas se secaban en el tumbler y no bajo el aire del desierto. Es más eficiente, sin duda. Más moderno y democrático, también. Ya no son necesarios los cuartos de empleada. Pero desde mi azotea aislada entre edificios, es como si el mismo cielo limeño se hubiera arrinconado y el universo se hubiera reducido.

*Hildegard Willer es una periodista alemana felizmente radicada en Lima. Es también investigadora en comunicación y se especializa en temas desarrollo y medio ambiente.

Texto tomado de: Plaza Tomada. Pueden verla en el siguiente enlace, con las fotos originales: http://plazatomada.com/cronicas-reportajes-2/por-las-azoteas

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