1

Mi recuerdo más temprano: su ausencia. Durante los primeros años de mi vida, él se iba a trabajar por la mañana temprano, antes de que yo me despertara, y volvía a casa mucho después de que me acostara. Yo era el niño de mamá y vivía en su órbita. Era como una pequeña luna que giraba alrededor de su gigantesco orbe, una mota en la esfera de su gravedad, y controlaba las mareas, el clima y las fuerzas del sentimiento. Su muletilla era: «No estés siempre pendiente de él, lo malcriarás.» Pero yo no tenía buena salud y mi madre se excusaba en ese hecho para justificar la atención que me prodigaba. Pasábamos mucho tiempo juntos, ella con su soledad, yo con mis dolores, aguardando pacientemente en los consultorios médicos a que alguien controlara la insurrección permanente que bullía en mi estómago. Incluso entonces, yo me aferraba con desesperación a aquellos médicos, esperando que me cogieran en brazos.

Por lo visto, buscaba a mi padre desde el comienzo, buscaba con ansiedad a alguien que se pareciera a él.

Recuerdos más próximos: un anhelo. Con la mente siempre dispuesta a negar los hechos ante la más mínima excusa, seguí buscando con obstinación algo que nadie me daba, o que me daban tan rara vez y de forma tan arbitraria que parecía suceder fuera del ámbito de la experiencia cotidiana, en un lugar donde nunca sería capaz de vivir más que durante unos pocos instantes. No es que sintiera que le disgustaba; sólo parecía distraído, incapaz de mirar en mi dirección. Y por sobre todas las cosas, yo quería que notara mi presencia.

Cualquier cosa, hasta la menor nimiedad, era suficiente. Por ejemplo, un domingo que fuimos a un restaurante, lo encontramos lleno y tuvimos que esperar que se desocupara una mesa. Mi padre me llevó afuera, sacó una pelota de tenis (¿de dónde?), puso una moneda en la acera y comenzó a jugar conmigo a golpear la moneda con la pelota de tenis. Yo no tendría más de ocho o nueve años.

 

2

Recuerdo un día muy parecido a hoy. Un domingo lluvioso; letargo y quietud en la casa: el mundo a media marcha. Mi padre estaba durmiendo la siesta o acababa de despertar y por alguna razón yo estaba en la cama con él, los dos solos en la habitación.

—Cuéntame un cuento.

Es probable que comenzara así. Y como no tenía nada que hacer y estaba medio somnoliento en la languidez de la tarde, hizo exactamente lo que le pedía y se enfrascó en el relato de un cuento sin perder detalle. Lo recuerdo con tal claridad que parece que acabara de salir de aquella habitación, con su luz grisácea y la maraña de mantas sobre la cama, como si con sólo cerrar los ojos pudiera volver allí cuando quisiera.

Me habló de sus supuestos días en Sudamérica. Fue un relato de aventuras, lleno de peligros mortales, huidas arriesgadas e increíbles cambios de fortuna: cómo se abrió camino entre la selva con un machete, luchó contra bandidos sin más armas que sus propias manos y disparó contra su burro cuando éste se quebró la pata. Su lenguaje era florido y complicado, tal vez una reminiscencia de los libros que había leído en su infancia. Pero fue precisamente ese estilo literario lo que me deslumbró; pues no sólo me contaba hechos desconocidos de su vida, revelándome cómo había sido su mundo en un pasado distante, sino que lo hacía con palabras extrañas. El lenguaje era tan importante como la historia; formaba parte de ella y, en cierto modo, eran inseparables. Su propia extravagancia era una prueba de su autenticidad.

En ningún momento se me ocurrió pensar que podría tratarse de una historia inventada. Hasta muchos años después seguí creyendo en su veracidad. Incluso cuando había pasado la edad de creer en esas cosas, seguía pensando que podía haber algo de verdad en ella. Me daba algo con lo que aferrarme a mi padre y no estaba dispuesto a dejarlo escapar. Por fin encontraba una explicación para sus misteriosas evasiones, para su indiferencia hacia mí. Era un personaje romántico, un hombre con un pasado oscuro y emocionante y su vida actual era sólo una especie de parada, una forma de resistir hasta su próxima aventura. Estaba trazando un plan, intentando averiguar cómo recuperar el oro que yacía escondido en el corazón de los Andes.

3

 

Solitario, pero no en el sentido de estar solo. No solitario como Thoreau, por ejemplo, que se exiliaba en sí mismo para descubrir quién era; ni solitario como Jonás, que rogaba por su salvación en el vientre de la ballena. Soledad como forma de retirada, para no tener que enfrentarse a sí mismo, para que nadie más lo descubriera.

Hablar con él era una experiencia agotadora. O bien se mostraba ausente, como solía ocurrir, o irrumpía en una insegura jocosidad, que no constituía más que otra forma de ausencia. Era como intentar hacerse comprender por un viejo senil. Uno hablaba y no obtenía respuesta, o la respuesta no era la apropiada y dejaba entrever que no había seguido el curso de la conversación. Durante los últimos años, cada vez que hablaba con él por teléfono me encontraba a mí mismo hablando más de lo que tengo por costumbre, me volvía agresivamente locuaz y no paraba de charlar, en un inútil intento por llamar su atención, por provocar una respuesta.

No fumaba ni bebía. No demostraba hambre por los placeres sensuales ni sed por los intelectuales. Los libros lo aburrían, y eran muy raras las películas u obras de teatro que no le dieran sueño. Incluso cuando asistía a fiestas era evidente que hacía grandes esfuerzos por mantener los ojos abiertos. Casi siempre acababa sucumbiendo y se quedaba dormido en un sillón mientras la conversación continuaba a su alrededor. Un hombre sin apetitos. Daba la impresión de que ningún hecho podía alterar su vida, de que no necesitaba nada de lo que el mundo pudiera ofrecerle.

4

Cuando era pequeño me encantaba verlo firmar. No se limitaba a poner el papel delante y escribir sino que, como si demorara de forma inconsciente el momento de la verdad, antes de escribir hacía un floreo preliminar, un movimiento circular a unos centímetros de distancia del papel, como una mosca que zumba en el aire y centra su puntería sobre un lugar exacto. Era una versión similar a la forma de firmar del Norton de Art Carney en The Honeymooners.

Incluso pronunciaba las palabras de una forma algo extraña: «arrrriba», en lugar de simplemente «arriba», como si el florido movimiento de su mano tuviera un símil en su voz. Sonaba de una forma musical y graciosa. Cuando atendía el teléfono lo hacía con un melodioso «holaaa». El efecto no era cómico, sino encantador. Lo hacía parecer un poco loco, como si estuviera fuera de órbita con respecto al resto del mundo, pero no demasiado. Sólo un grado o dos.

Tics indelebles.

 

La invención de la soledad- Paul Auster. Retrato de un hombre invisible. Anagrama, 1972.

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